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Una de gangsters

Aquella noche cenaba en mi restaurante uno de los más importantes responsables de dicha seguridad con un muy alto cargo nacional y sus respectivas esposas.

 

Faltaban dos meses para que se inaugurase la Expo 92. Sevilla hervía expectante. La seguridad era una gran preocupación, el terrorismo amenazaba. Por nuestra ciudad pasarían muchos reyes, presidentes y altísimos dignatarios mundiales.

Aquella noche cenaba en mi restaurante uno de los más importantes responsables de dicha seguridad con un muy alto cargo nacional y sus respectivas esposas. Ya era casi medianoche, el resto de mesas se había marchado y solo quedaban ellos haciendo una distendida sobremesa. Yo estaba fumándome un cigarrillo detrás de la barra (entonces se podía y yo era fumador) y observé cómo un Turismo Citroën GS se paraba ante mi puerta. Dos señores con barba miraron hacia adentro, intercambiaron unas palabras entre ellos y siguieron la marcha.

A los pocos segundos el coche regresó a mi puerta marcha atrás. Sus ocupantes volvieron a mirar adentro y arrancaron de nuevo. Un minuto después los dos barbudos entraron a pie en el restaurante y nos pidieron mesa. Un poco amoscado les acompañé al comedor y les indiqué una. Me dijeron que no, que querían justo la que estaba al lado de los únicos clientes que quedaban; mesa que, para más inri, había que montar porque los señores que habían cenado en ella habían sido los últimos en marcharse.

Les preparamos la mesa y, mientras el maitre les tomaba nota de la cena, salí a la puerta. Unos metros más abajo estaba aparcado el GS (con matrícula de Bilbao). Le eché un vistazo al interior, revuelto, sucio y lleno de papeles. Me asusté. Llamé con discreción al escolta del alto cargo y le conté la película. Hizo una llamada y, en cuestión de cinco minutos, llegaron a la calle varios patrulleros y coches camuflados de la policía. Dos uniformados armados con aparatosas metralletas se colocaron a ambos lados de la puerta en alerta mientras la franqueaban dos señores vestidos de paisano con sus respectivas manos diestras por debajo de sus chaquetas, en actitud descaradamente amenazadora. Les pidieron la documentación a los recién llegados mientras, simultánea y rápidamente, el escolta sacaba del local a los cuatro comensales de la otra mesa.

Después de pedirles que se identificaran y de comprobar los datos por teléfono, les devolvieron los documentos de identidad y se marcharon con un escueto “buen provecho”.

En un momento nos dejaron solos con los dos extraños clientes que, dicho sea de paso, ni se inmutaron ante la violenta situación, como si estuviesen acostumbrados.

Fue una de las horas más larga de mi vida. ¿Y si nos atacan? ¿Y si son delincuentes? ¿Estamos en peligro?

Finalmente pagaron, se marcharon y respiré aliviado. Nunca nadie me dijo nada sobre el tema a pesar de que el alto cargo siguió comiendo en mi restaurante; era cliente habitual. Yo, como es lógico, tampoco pregunté. Pero me quedé con las ganas.