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Barriendo el desierto

Opinión/ Mª José Andrade.- Hace unos años me encontraba en casa de un familiar y charlábamos en la cocina, sentados alrededor de una enorme mesa cuadrada, junto al calor de la chimenea.

El olor a madera quemada lo impregnaba todo. Las risas, el sonido de las cucharas mientras movíamos el café, la lluvia que caía y que repiqueteaba en los cristales y las voces de las niñas que correteaban por la casa era el significado profundo de lo que era un hogar…nuestro hogar. Aquella era la casa a la que yo volvía para encontrar la niña que había sido, los momentos que habíamos compartido y las voces de los que ya no estaban con nosotros.

No era mi casa pero era mi casa. Y allí, en una de las habitaciones, una mujer que había sido nuestra madre, nuestra tía y nuestra amiga, se perdía en lo más profundo de sus no recuerdos.

Su pelo plateado era señal inequívoca de los años por los que había pasado; el cutis terso, limpio y suave no delataban los años que tenía, pero sus ojos (¡ay, esos ojos azules!) estaban vacíos.

Apenas hablaba pero yo podía escuchar su risa divertida que contagiaba a todos y el tono imperativo con el que te invitaba a sentarte, a tomar café, a entrar en la despensa a coger un rosco de San Blás, o a que te tomaras un yogurth fuera la hora que fuese. 

Ahora estaba y era ausente, y en su ausencia seguía y conseguía que todos los que habíamos formado parte de su vida, permaneciéramos junto a ella aunque no supiera quiénes éramos.

Los niños iban creciendo con una abuela que ya no los reconocía, pero entre juego y juego ellos se acercaban y la besaban, la acariciaban y le hablaban como si supiera lo que estaban diciendo. 

Todos guardamos silencio y todos supimos lo que Amina, sin saberlo, nos había explicado: eso era la impotencia y simplemente, como hacía Amina diariamente, había que barrer el desierto.

El ritmo de la vida de todos se tuvo que organizar en torno a una mujer a la que había que atender permanentemente, o como se dice ahora: 24/7 (las veinticuatro horas del día y todos los días de la semana).

No había descanso: mañana, tarde, noche, sábado, domingo, festivos, Semana Santa, Navidad…daba igual la fecha. Ella estaba y había que estar.

Y por supuesto que no se les pasó por la cabeza que había que ingresarla en una residencia. Hasta el final en casa y hasta el final haciéndose todos cargo de ella.

Sin formación pero con voluntad, los años fueron pasando por aquellas paredes. Los niños fueron creciendo y el tiempo fue desgastando aún más ese cuerpo castigado.

Yo seguía repitiendo mis visitas como un ritual, como una peregrinación. Allí tenía la sensación de que el tiempo se detenía, como si pudiera atrapar lo que un día fue y que ahora era memoria.

No fue fácil y no fue sin ayuda. Siempre había alguna mujer, cerca de aquella mesa, que se ocupaba de la otra mujer (benditas mujeres entre todas las mujeres)

En una de mis visitas apareció una sonrisa de piel aceituna, pelo negro y acento extranjero. Ella era Amina (no es su nombre verdadero) Zalamera y graciosa se hacía cargo no sólo de la abuela perdida sino de todos.

Tenía una hija pequeña que había dejado en los campos de refugiados saharaui y había venido a trabajar para darle a su hija una vida mejor.

Una vida mejor que yo no entendía porque ¿qué haces tan lejos de tu hija? ¿cómo te has podido separar de ella? ¿cómo puedes soportarlo? Le pregunté, casi enfadada, juzgando su decisión.

“¿Y qué hago yo allí para sacar adelante mi hija? ¿me pongo a barrer el desierto?» Un viento ardiente y seco levantó la arena y ésta volvió a ocupar el espacio que anteriormente había sido barrido por Amina.

Todos guardamos silencio y todos supimos lo que Amina, sin saberlo, nos había explicado: eso era la impotencia y simplemente, como hacía Amina diariamente, había que barrer el desierto.