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Constitución de 1978: garantía y no jaula

 

Rememorando a Hamlet se podría afirmar que hay más cosas en el cielo y en la tierra que el mero problema de España en Cataluña. Y es que la pertinaz matraca independentista, aunque siga activa, va agotándose por aburrimiento. Demasiado ruido para pocas nueces. Muchos de los que estamos convencidos de la inviabilidad de que Cataluña se independice de España, empezamos a barruntar la tentadora posibilidad de lo inverso: que España se independice de Cataluña. Quizás estemos frente a un problema insoluble y con el que habremos de cohabitar “sine die”. Paulatinamente, el probable espejismo de ver algo de luz al final del túnel, permite encarar un tema profundo y de reverdecida actualidad: la reforma constitucional.

Es previsible que tras las autonómicas catalanas del 21-D esa potencial reforma pase al primer plano del debate político nacional. Una hipótesis potenciada por el reciente gatillazo secesionista en Cataluña que, a modo de catarsis aristotélica, ha tenido la virtud de resaltar la fortaleza de la Constitución de 1978. Ésta, que ya resistió solventemente el golpe cívico-militar del 23-F de 1981, ahora ha revalidado su vigor tras el golpe civil de las autoridades catalanas en  septiembre-octubre de 2017. En este último caso, la flexibilidad y buena salud constitucionales facilitaron al Estado defender sobradamente la unidad de la Nación con la mera aplicación del artículo 155. No hubo necesidad de recurrir ni tan siquiera a la fuerza ordinaria de las FCSE y, mucho menos, a otros artículos y vías de emergencia (estados de alarma, excepción o sitio), o de último recurso (FAS), para atajar los intentos de quebrarla. Instrumentos constitucionales que permanecieron en “descanso a discreción”, cuando tantos deseaban, o consideraban inevitable, su entrada en acción.

 

Muchos de los que estamos convencidos de la inviabilidad de que Cataluña se independice de España, empezamos a barruntar la tentadora posibilidad de lo inverso: que España se independice de Cataluña.

 

Todo eso ha constituido una gran exhibición de la validez de nuestra ley fundamental. Bien que algunos se sientan enjaulados en ella, que nadie nos engañe: en la bullente controversia sobre una reforma constitucional profunda no hay razones de peso para cuestionar la validez de nuestra carta magna.  La Constitución goza de buena salud y tiene sus defensas a punto. ¿Por qué habría entonces de reformarse? Ésta es una cuestión central. Está fuera de lógica y no tiene sentido práctico facilitar el “trabajo” a aquéllos que pretenden romper la Nación a toda costa. Además, no existe país alguno que se dote de un marco constitucional ―o que reforme el que ya tenga― para autodestruirse. “Ergo” lo que se modifique debería servir, en su caso, para el perfeccionamiento constitucional y de las leyes en beneficio del conjunto nacional. Porque confundir la responsabilidad de gestionar autonómicamente un territorio con la propiedad del mismo no es de recibo.  

La Constitución de 1978, como marco jurídico superior del Estado, no es perfecta. Y, como toda obra humana, es perfectible. Pero no es lo mismo cambiar la Constitución que cambiar de Constitución (abrir un periodo constituyente). Huyamos de ese fatal designio, tan español, de atacar lo que tenemos sin una previa definición de su repuesto. En consecuencia pienso que, por un lado, no parece serio arremangarse para reformar lo que funciona razonablemente bien, sin identificar previamente los objetivos a modificar. Ese, en mi opinión, debería ser el gran resultado de la subcomisión/comisión territorial puesta en marcha recientemente en el congreso de los diputados (de la que se han ausentado, de momento, nacionalistas vascos y catalanes, así como los neo-comunistas de Podemos). Sus conclusiones podrían, en su momento, ser base sólida para una potencial reforma. Por el otro lado, los retoques deberían respetar los puntos esenciales de la actual Constitución, tales como: la soberanía nacional del pueblo español; la unidad de la Nación española; la igualdad de todos los españoles; el principio de la solidaridad territorial; el castellano como lengua oficial del estado y común a todos los territorios; la misión de las FAS; y el artículo 155.

Desde todas esas referencias, entiendo que la Constitución no es jaula de nadie sino garantía de libertades de todos. Al fin y al cabo, la Constitución es el poder de los que no tenemos poder.