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Desigualdades ostentosas

«Señorita, una vez muerto poco me importa, y para colmo deseo ser incinerado. ¿Sabe si las cenizas sirven para algo?»

 

Al socaire de las efemérides, idóneo el fúnebre noviembre, también destaparé antiguas vivencias mortuorias. A mi padre le agradaba visitar de vez en cuando el cementerio sevillano en mi compañía, cuestión oculta para aquella estrenada adolescencia de su primogénito. Dado un prudencial comportamiento aunque alejado de mis palpitares interrogativos, paseábamos principalmente por los espacios donde los panteones hacían honor a su aumentativo nombre. No les faltaba un detalle ornamental, pulcra limpieza ante la posible revisión de un inspector sanitario bajado de los cielos. Me evocaban chalets diseñados para inquilinos tranquilos.

Provocaban en el joven aquellos deambulares una justa rebeldía ante el desigual final. «Papá, no me gusta, me resulta imposible deslindar el indiscutible arte ornamental con la estampación descarada de las clases pudientes». Son vanidades irredentas aireadas sin pudor por el dichoso dinero, oportunidad perdida para, al menos, igualarnos en la desaparición del vehículo asignado para llevar nuestro psiquismo por los vericuetos azarosos de la vida.

 

No les faltaba un detalle ornamental, pulcra limpieza ante la posible revisión de un inspector sanitario bajado de los cielos. Me evocaban chalets diseñados para inquilinos tranquilos.

 

La denominación de campos santos, además del mercaderío dominante ─negocio descarado─ poca relación tiene con el dogma: «Todos los cristianos participamos por igual del cuerpo místico de Cristo en una comunión colectiva, claro». Al respecto, tampoco las órdenes religiosas se privan de tener su correspondiente panteón, marcando distancias con ─sin intención peyorativa─ la plebe.

Todo parece una obligación del calendario para, quitada una veda, movilizar a muchedumbres con ramos de flores en manos para dirigirse a las tumbas de sus seres queridos previa limpieza, claro, de los mármoles al efecto. No sé, tal vez, siga en el imaginario de muchos la resurrección del cuerpo a partir de  deformes y minúsculos restos, como posibles células madres para recomponer la totalidad o, pensando muy teológicamente, favorecer al Creador su aplazado e ingente trabajo. Lo de la incineración les parece a algunas almas pías un anticipo del infierno y les produce escalofríos…

Cuando hice donación de todos mis órganos ─ a estas alturas de la película supongo la devaluación generalizada de los mismos─ dijo una señorita al registrar mis datos: «¿Todos, incluso la piel?». Como lo dijo muy seria descarté aspectos capciosos… «Por favor, explíquese». Soltó las gafas y respondió toda ella funcionaria: «Algunos donantes se niegan a donarla porque desean la envoltura, algo para empaquetar algún órgano inservible». Tras unos instantes dije: «Señorita, una vez muerto poco me importa, y para colmo deseo ser incinerado. ¿Sabe si las cenizas sirven para algo?». Ante el temor de haber dicho una broma de mal gusto, salí presuroso del Virgen del Rocío para iniciar un largo paseo de liberación, autopsia mental donde sentí el gustazo de dar.

 

Cuando hice donación de todos mis órganos ─ a estas alturas de la película supongo la devaluación generalizada de los mismos─ dijo una señorita al registrar mis datos: «¿Todos, incluso la piel?»

 

Pues lo dicho: este mes toca pagar la cuota trimestral del seguro de defunción y debo mirar previamente el saldo de la cartilla. Antiguamente se decía: «¡Abre la puerta, es el cobrador de los muertos!». Quizá algún muerto se cobre de modo subliminal lo mucho dado y lo poco recibido porque la ansiada justicia post mortem suele usar métodos temporales previos, camuflados en la realidad terrícola, siempre burlona para engañar a un cerebro presuntamente listo.

Si los faraones hubiesen ordenados a sus escribas incinerarlos para elevar sus efluvios humeantes a las alturas donde la atmósfera pierde su nombre y moran los dioses, su ejemplo tal vez hubiese sido imitado por dictadores, líderes plenipotenciarios y los destinados por el dedo de las divinidades, incluido Franco. Sin embargo, ahora estaríamos aburridos, sin debatir propiedades particulares en iglesias, o sea, simonías de catón entre visitas vacías al impasible estado Vaticano. Las estrechas alianzas entre el poder político y el religioso, antes o después, terminan en chispas de etiología diferente a una inocente quema con leña seca.