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Desnudas y vestidos

Una víctima de la racha calorífica la sufrió hace unos años ─supuestamente, claro─ don José Torres Hurtado, alcalde de Granada.

La memoria asociativa me trae un recuerdo a causa de la caló imperante en esta Andalucía, la nuestra, aunque y de momento, disfrutemos de una extraña tregua. Sabemos cómo reparte la más igualitaria saña contra todo ser viviente y cuando ataca a los sesos surgen termocefalias de graves consecuencias. Una víctima de la racha calorífica la sufrió hace unos años ─supuestamente, claro─ don José Torres Hurtado, alcalde de Granada, cuando rodeado de un estudiantil y distinguido auditorio por sus altas calificaciones en la selectividad, dijo con la solemnidad del carisma propio, paternal edad y el natural requerido ante los jóvenes y ‘jóvanas’: «Las mujeres, cuanto más desnudas más elegantes y los hombres, al contrario: cuanto más vestidos más distinguidos resultan».

 

Nada de extraño si, motivadas por los poderosos dictados de la moda, más la bendición aseverada del ínclito regidor, las ‘jóvanas’ hubiesen iniciado un desnudo integral esparramando sus ropas por el excelentísimo ayuntamiento, incluidas las específicas de las pudendas partes.

 

De igual guisa, un suponer muy improbable, tal vez llegase en un rebuscamiento urgente en los monederos masculinos para la traída de prendas de la cercana Sierra Nevada, vamos, de las usadas por los escaladores.

La comitiva hubiese recorrido la Gran Vía granadina entre los aplausos de las algarabías turísticas e indígenas por la novedad del contraste. La Alhambra tal vez quedase desierta ante el asombro de la directora, zozobrada ante una posible sublevación popular o turbada ante las reclamaciones de los fiscales por dineros desviados —también presuntamente, claro— de su caja legal. Ni Colón, seguro, hubiese despertado tanto entusiasmo en su comitiva de indígenas y exóticas particularidades americanas en su  caminar hacia la Catedral sevillana.

De gran interés sería escuchar el conciliábulo de don José con su equipo de consejeros íntimos, gran preocupación de los cuales por un futuro donde se avecina un calentamiento global de consecuencias imprevisibles. Lo normal sería convencerle de una emigración en verano a latitudes más frías, amén de tener su calva tapada con un sombrero, aunque sea de propaganda de la cruzcampo.

Rizando el rizo donde el imposible mora, don José habrá sabido disculparse del calentón,  más propio de un Alonso Quijano al recalentársele la  bacía por el calor manchego.  Pero nunca el Caballero cervantino tuvo la tentación de insinuarle a su Dulcinea fuese ligera de ropajes porque de inmediato la  hoguera inquisitorial echaría humo.

 

A la oposición no hay quien la reconozca por púdica, tachándolo de machista y cavernícola cuando, quizá, en aquellos tiempos neandertales no hacía la calima de ahora porque no había tanto ceodos en la atmósfera ni mujeres vestidas con peletería natural.

 

Me asombra la falta de precisión de don José al generalizar. Mejor hubiese quedado ante su respetable sin hubiese dicho «algunas mujeres», sin generalizar  porque, y lo siento de veras, es necesario tener  un sentido laxo de la estética al observar como quien no quiere la cosa algunas señoras ligeritas de telas. La naturaleza concedió escaso margen temporal de hermosura plena a la mujer: pronto decaen las enhiestas formas turgentes, vamos digo yo.

De los de mi gremio no comento nada por desconocimiento del percal. Me basto a trancazos para comprarme en la rebajas de julio algún gabán para pasar el invierno calentito, quiero decir elegante, según versión Torres Hurtado. Hasta tanto, buscaré cobijo por las sombras de los salteados toldos de las calles sevillanas, por si acaso.