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Las pompas de don Pedro

Unas tenían alargada vida, producto de una gestación misteriosa pero la mayoría fallecía antes.

 

Como un flautista de Hamelín don Pedro congregaba en la Plaza de la Gavidia a un manojito de niños, incluido el mayor de mis nietos, algo crecidito. Los  toboganes y otras atracciones quedaron olvidadas ante el atractivo de unas grandes pompas de jabón atornasoladas llenas de iridiscencias hipnóticas. Unas tenían alargada vida, producto de una gestación misteriosa pero la mayoría fallecía antes, tocada por las manos de los niños ávidos por explotarlas, tal vez para obtener unas imprevistas duchas jabonosas.

Lo cierto fue el respiro dado a los abuelos y padres congregados en torno al secular espectáculo, ahora engrandecido por un simple artefacto desconocido en otros tiempos: dos palos con unas cuerdas en sus extremos previamente mojadas con un producto secreto, imagino, o, al menos, de dosis precisas de jabón

El revuelo tenía mucho de circo, hecho don Pedro un improvisado animador porque para todos y cada uno de los rompedores tenía una frase. En una pausa del espectáculo le dijo al mayor de mis nietos: «Descansa un poco porque tus brincos las rompen muy alto y dejas a los pequeños sin posibilidades de lo mismo». Obediente y cabizbajo, quizá sintiéndose de pronto mayor, añorante de sus iniciales tiempos infantiles pasó a espectador junto a unos abuelos de muecas consoladoras. Observé detenidamente a don Pedro desde mis privadas envidias por no participar en el enigmático encanto de acariciarlas como cápsulas de un esotérico mundo irreal lleno de ensoñaciones.

 

Don Pedro no pedía nada. Colocó una desvencijada caja de cartón sobre un montículo de ropa y, cuando escuchaba tardíamente la caída de una moneda soltaba sonoras gracias mientras los niños seguían a los suyo: deshacer pompas y él a darles vida.

 

Cansado de tanto trajín, hacía unas pausas con una excusa: «Voy a tomar un refresquito, enseguida vuelvo». Todos mirábamos el lugar: un banco situado algo alejado donde dos hombres sin techo descansaban entre sus ajuares. Observé una botella y deduje la composición del refresco, no precisamente para mitigar el calor. No sé.

«¡Niños! Ahora si alguno quiere acompañarme para rellenar el cubo de agua puede hacerlo pero antes debéis solicitar el permiso de vuestros padres o abuelos». Y como experto flautista todos marchaban detrás del dinámico protagonista hasta una fuente situada en un lateral de la cerrada iglesia de San Hermenegildo.

Delgado, educado y limpio parecía un graduado en la escuela cervantina donde ingeniosos hidalgos siguen otorgando títulos. Otro ‘producto’ marginal de la sociedad opulenta. Me sorprendía el desinterés por su ‘caja de caudales’ al dejarla abandonada en sus pausas, una prueba de confianza hacia una sociedad en absoluto de igual condición.

Allá quedó, a la conquistas de otra clientela, buscándose la vida como autónomo. Quizá temeroso ante la llegada de un inspector de Hacienda para una declaración de sus ingresos, o de Trabajo para enterarse cómo resuelve el ‘picado’ de sus horas laborales.

Al mismo tiempo era detenido cerca de los Alpes franceses un destructor de vidas, héroe de los suyos, impidiendo a otros niños disfrutar de unas pompas de jabón por una lluvia de metralla. A pocos metros, otro glorioso de los suyos, Henri Parot, a punto estuvo en abril de 1990 de volar la Jefatura de Policía de la Gavidia. Todo en un pañuelo, como la vida misma.