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Muerte social programada

España se muere de vieja porque no hay quien demonios se atreva a tener hijos.

    

“¿Quién con su fiereza espanta

El Cetro y Corona al Rey?

¿Quién, careciendo de ley,

Merece nombre de Santa?

¿Quién con la humildad levanta

A los cielos la cabeza?

La Pobreza.”

Un tal Quevedo. Siglo XVII

 

El concepto de muerte programada existe, en biología. Una realidad: una célula que no es atacada por virus, bacteria o agente químico o radiactivo. Y que, de modo progresivo, se programa para morir. De algún modo, opta por implosionar poco a poco, y dejar de existir. Ella y sus funciones, sin que el organismo sea capaz de sustituirla. Un kaput sin estruendo.

A veces, pienso que la sociedad española está realizando algo parecido. O, quizás, grito desesperadamente para que alguno de vosotros me dé argumentos para sacarme de mi error y tildar mi dramatismo de pura exageración.

Examinemos, pues, los hechos.

 

Es innegable que, a día de hoy, la sociedad española goza de estándares de bienestar que hubieran parecido un sueño en los años cuarenta o cincuenta, sin ir más lejos.

 

Y ello es verdad tanto en relación con nuestro pasado reciente, como comparándonos con otras naciones de nuestro entorno. Por tomar algunos indicadores, nuestro país alcanza un lugar muy ventajoso en el ranking mundial de esperanza de vida media o la tasa de homicidio por cien mil habitantes. Menos brillantes, pero igualmente airosos son nuestros resultados en cuanto al Índice de Desarrollo Humano (compuesto de varios indicadores de relevancia en el bienestar) o la valoración general de nuestro Sistema Nacional de Salud. Podríamos seguir tomando índices y evaluarlos en comparación con nuestro entorno. Unos muy bien situados, otros mejorables. Pero no este el lugar para ser exhaustivo, ni el que escribe la persona indicada.

Los hechos, por tanto, contestan nuestra vieja tendencia a lamentarnos y a considerar que no tenemos remedio. Que no somos capaces de gobernarnos y que somos lo peorcito de nuestro entorno. Dicho lo cual, y tras salir al paso del catastrofismo, bien haríamos en advertir aspectos preocupantes o sumamente preocupantes.

El aspecto más desolador de la historia reciente de nuestro país es conjugar los logros arriba mencionados con un hecho lamentable:

 

pese a todo lo avanzado desde el final de la dictadura y pese a la integración en la Unión Europea y recibir miles de millones en fondos, somos un país agobiado por la pobreza.

 

Está claro que a la luz de los indicadores macroeconómicos no podemos definirnos como un país pobre. Admitido lo anterior, examinado a través del más elemental de los microscopios sociales, es preciso reconocer que nuestro país contiene bolsas ostensibles e irreductibles de pobreza. Y ello es una verdad insoslayable, tanto para la población autóctona, como para la que a duras penas quiere injertarse desde el extranjero, atraídos por la falacia de que aquí atamos los perros con longaniza. Invito a todos a leer el excelente artículo de hace unos días, publicado en este medio por Ramón Triviño: “Más de 3,5 millones de ciudadanos españoles viven con ingresos inferiores a 330 euros mensuales”.

La pobreza existe. La pobreza sigue existiendo. La pobreza, terca y pertinaz, sigue teniendo una cara española, además de la que aporte el inmigrante. Incluso uno se atreve a decir que también tiene una cara madrileña, barcelonesa, bilbaína y pamplonica, por citar las partes más pudientes del país. Caras autóctonas, nacidas acá, padre y madre castizos o del carrer, a compartir miserias con manteros y otros foráneos. Pero, siendo científicos, hay un mapa de la pobreza nacional, y ese mapa la ubica de preferencia en la mitad sur, en Extremadura, Andalucía y Canarias, formando los pueblos y los barrios con menos renta de España, como el Polígono Sur o los Pajaritos, en Sevilla. Y, con demasiada frecuencia, entregándoselos enteros al menudeo de la droga, como en Barbate o en el Campo de Gibraltar (excelente retrato, la película “El Niño”, de Alberto Rodríguez). Abandono prematuro de la escolaridad, niveles escasos o nulos de formación profesional, desempleo crónico irresoluble, pobreza eterna y los peores indicadores de obesidad, hipertensión, enfermedad cerebro y cardiovascular, diabetes y sus complicaciones en una tierra cuyo gobierno autonómico viene reiterándose en una propaganda demagógica sobre las bondades de su capacidad de gestión económica y sanitaria. Y la pobreza, ahí, eterna. El signo indeleble del sur. Como el voto a los mismos.

 

Sobre las cifras macro, un país en el mejor momento de su historia– el sur incluido, por cierto -. Un país tan desesperantemente lleno de pobres, empero. O con unas bolsas de pobreza irreductibles– las más sangrantes, en el sur, sépase -.

 

Cambio el tercio, sin cambiarlo, realmente. Es curioso que un país rico con tantísimos pobres – ¿lo dejo así? – se deje envejecer sin alterar el gesto. Porque es innegable que el número de hijos por mujer en edad fértil es bajo, terriblemente bajo. Bajo históricamente, en comparación con nosotros mismos. Y bajo en comparación con cualquier país del mundo, en este momento. Un número de nacidos insuficiente para asegurar el reemplazo generacional y, sobre todo, para asegurar el pago de las pensiones. Pensiones, que no son especialmente cuantiosas, en nuestro país. Pero, con ser bajas, hemos generado un infierno social y económico en que la clase media pierde al jubilarse, y aun así sus pensiones son más altas que los sueldos de las jóvenes generaciones – exhaustas, empobrecidas, aminoradas – que tienen que mantener a sus mayores, a sus crecientes necesidades sanitarias, a sus hijos– con sus clases de inglés y sus ortodoncias, por ejemplo -, y a las necesidades elementales de la miríada de pobres nacionales y foráneos. Demasiado. Claudican. Comprensible, ¿no les parece?

Lo lógico es que una jubilación en masa ofreciera ventanas de oportunidad a la juventud. Y que un empresariado medianamente inteligente quisiera renovar proyectos y plantillas atrayendo a jóvenes generaciones con atractivas remuneraciones y condiciones de trabajo. Tales circunstancias se dieron en la joven España de los sesenta para cubrir las plantillas que faltaban tras la guerra y la postguerra. El resultado fue aupar al país económicamente y prepararlo para el éxito político y económico – pese a todos los peses – de la Transición. Lo incomprensible del momento actual es que un envejecimiento masivo se asocie a la persistencia del desempleo, bajos sueldos y la precariedad en los jóvenes e incluso en los estratos medios de la sociedad. Algo mucho peor que el mal gobierno: la falta absoluta de cerebro en el grupo dirigente de la nación, durante varias décadas. O el apoderamiento de esta por parte un grupo con voluntad de suicidio nacional. De la pobreza al precipicio.

 

Le pedimos a los jóvenes que se reproduzcan, a fin de reequilibrar una pirámide demográfica poco menos que imposible. Pero, durante décadas, les hemos impuesto a unas condiciones económicas y laborales realmente duras.

 

Ante el envejecimiento poblacional, a alguno se le ocurre cínica e irresponsablemente la apertura incontrolada de fronteras, con un efecto doble. Los recién llegados mejor capacitados huyen de los bajos sueldos españoles y de la precariedad, en busca de mejores destinos. Por el contrario, los menos cualificados optan con frecuencia por quedarse a disfrutar de las bondades de nuestro clima, alimentación y un estado social del que carecen en su lugar de origen. Al final, poco o nada que ayude realmente al sostenimiento demográfico o del sistema del bienestar. La muerte social programada por el mal gobierno. O peor, por la ausencia de tal.

España se muere de vieja porque no hay quien demonios se atreva a tener hijos. Y no tenemos hijos porque a ver cómo se las apaña una o uno – o cualquier variedad de pareja imaginable – para encontrar casa decente y curro medio digno, a ver si te este te dura, y a ver si llegamos a fin de mes. Que, en el período más estupendo de nuestra historia, construyendo un prodigio de AVEs y trasplantes, siendo un país solidario que da pagas y coopera con el exterior, nos hemos empeñado en ignorar que la vida de nuestros jóvenes – y algo más que jóvenes – es poco menos que una pared en alpinismo, con crisis o en bonanza, con los conservadores o los progresistas. Un casi imposible. Cerrar los ojos, pues, y que críen otros. Dejar que un país se extinga lentamente y que vengan otros, a trabajar por menos, o con otros referentes, dispuestos a lo que sea.

Lo que decía en el primer párrafo: aceptar la muerte social lenta y programada, tras un período de cuidados paliativos. País no reanimable, el interior en situación terminal, la costa sobreexplotada, modelo turístico decadente. Pero no se alarmen – no se está alarmando nadie, de cualquier modo -: ya pasó algo parecido en el Bajo Imperio Romano. Es el agotamiento de un modo de vida. Y se da así, en el momento en que una civilización ofrece sus mejores estándares. Ya nos sobrevivirá otra cosa. Y nos recordarán por todo lo que hacemos, y cómo no fuimos capaces de conservarlo.

P.D.: Si exagero, me lo dicen. Me alegraré de saberlo.