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No es fácil escribir con los bares cerrados

Los libros puedo continuar pidiéndolos por internet. Las tostadas, no.

 

 

Mientras mis bares estén cerrados, algo en mi corazón, en mi ánimo y hasta en mi respiración estará también cerrado. Después de lo que empleo en libros, el dinero que más a gusto gasto es en los bares. Los libros puedo continuar pidiéndolos por internet. Las tostadas, no.

 

Nada hubiera sido igual durante mis catorce años sevillanos sin mi amigo Antonio otorgándole el punto exacto a la media integral para aceite –mollete de Antequera- cada mañana en “La esquinita de Arfe”. Sin su hermano Sergio, o su compañera Paula, completando el kit de supervivencia mañanero con ese americano en vaso con dedito de leche fría que me ayudaba a salir a la calle dispuesto a comerme el mundo.

 

Me falta la vida de los bares para sentirme vivo. La vida del bar “La Estrella de Jorge Juan” junto a la casa de Alicia en Madrid, con mi amigo Nicolai, rumano, siempre empeñado en cambiarme la tostada por un croissant a la plancha, o la de los bares de las esquinas del ensanche barcelonés en mis momentos de felicidad catalana, esos en los que mi amigo Marcial, manchego, insistía por sistema en añadir al café más cantidad de leche de la que a mí me gusta.

 

Los bares cerrados son el auténtico certificado de este confinamiento. En el Poniente almeriense, donde me está tocando vivirlo, lo que peor llevo es recordar mis mañanas en el “Quesada” o en “El Cruce” con mi amigo Fran –el café y la tostada listos en la barra al mismo tiempo que entraba yo, porque lo empezaba a preparar apenas me veía aparcando-, cuyas conversaciones echo mucho de menos.

 

Me falta inspiración y ánimo para trabajar en estos días, y a esa desidia quizás pueda atribuirle muchas explicaciones, pero una de ellas es, sin ninguna duda, que no puedo ir a los bares a pegar la hebra con mis amigos. El café es la excusa, como lo es el vino del país con tapa que Dani, Luis o Teo, me han dispensado durante años en el bar “Flores”.

 

Echo de menos los bares, pero sobre todo a mis amigos los camareros, porque son mis amigos, sí: me sé sus vidas y ellos la mía, reímos, hablamos de política y de fútbol, de la familia, de los contratiempos, de las deudas… Con Sergio y Antonio, sevillistas, yo jugaba a ser del Betis; con Dani, Luis y Teo, madridistas, defiendo al Barça y al Atlético, pero me quieren y los quiero. Ahora hablo con muchos de ellos por guasap y me envían fotos haciendo gimnasia en familia. O comentamos los  libros que estamos leyendo, porque algunos de ellos leen libros, sí, que no todo van a ser series y videojuegos en la viña del señor.

 

Reclinado en el mostrador, me han visto emborronar servilletas de papel cuando me ha venido una idea y en más de una ocasión me han tenido que prestar el bolígrafo. Suelo anotar no solo lo que se me ocurre, sino lo que escucho, y ellos me toman el pelo –“ya te han visitado las musas, Juanito?”- Al llegar a casa me apresuro a desenvolver el fajo de papel cebolla garabateado y lo paso al ordenador sin demora para que nada se pierda.

 

Lo que se escucha en los bares es oro puro, la vida misma, esa realidad que tanto burócrata desconoce. Porque, como el lector seguro imagina, mis bares no son bares de pitimí, sino bares de los de toda la vida, bares en los que te encuentras cómodo porque, aunque estés rodeado de gente, te sientes mejor que en tu cuarto de trabajo. Si te ven escribiendo, los parroquianos no te hablan y en caso contrario, enseguida surge un tema de conversación y puede que hasta una irrepetible partida de dominó. Eso me falta. Para escribir y para vivir.

 

No es fácil escribir con los bares cerrados. Los bares son imprescindibles para la vida. Los bares cerrados son la verdadera tragedia de este confinamiento.