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Una nueva pobreza

JESÚS Mª GARCÍA CALDERÓN

Fiscal Superior del TSJA

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Algunas voces críticas, quizá las más lúcidas del panorama internacional, comienzan a verbalizar lo que algunos sospechábamos desde hace tiempo con tanta convicción como tristeza, al observar la realidad europea. Los salarios que actualmente se abonan en España y en algunos países de nuestro entorno marcan una acusada tendencia hacia la escasez y vienen creando trabajadores que no pueden acceder al suministro eléctrico para combatir el frío o el calor, que no pueden adquirir alimentos básicos de una dieta poco más que elemental, ni comprar calzado adecuado, ni  consumir algunos productos higiénicos básicos, ni acceder mediante una hipoteca razonable a espacios reducidos pero independientes que se adapten a sus necesidades. Cada día me asombra más que no se hable con rigor y preocupación de este problema inaudito y muy próximo al de la suprema humillación del hambre. Al margen de que otorgamos la interlocución demasiadas veces a quien no la merece; resulta asombroso que apenas sí afrontemos esta realidad como un problema residual que no merece ningún espacio televisivo.

Cuando yo era niño, la pobreza real solo tenía lugar en situaciones límite de drogadicción o alcoholismo, era propia de personas que habían pasado la frontera de una marginalidad extrema y que no encontraban otra posibilidad más allá de la autodestrucción. Hasta hace muy pocos años, cualquier persona trabajadora con un salario, por humilde que fuera, conseguía vivir con escasez pero sin temor al frío, al hambre o a las necesidades mas elementales. Pero ahora, jóvenes trabajadores con horarios partidos y exhaustos, víctimas muchas veces de su propia autoexplotación, son ciudadanos pobres aunque trabajen de forma estable porque sus salarios solo les permiten sobrevivir sin abandonar jamás la injusta precariedad que los envuelve. Ahora, la vida social va tejiendo una instalación ordenada de la pobreza que termine por convencer a los jóvenes para que acepten esa nueva condición menesterosa, para que vayan preparándose para gestionar su escasez a lo largo de su vida. De otra parte, da la sensación de que todos los ciudadanos que procuramos ser honestos nos encaminamos a una vejez mísera y dulce en la que recordar como un embrujo los años opulentos de nuestra madurez.

La nueva pobreza se integra por trabajadores con formación académica más que suficiente a los que nos dirigimos al abonar nuestras compras en grandes superficies o al reclamar la cuenta en bares o restaurantes de zonas comerciales».

¿Hasta cuándo podremos seguir destruyendo la clase media de las sociedades europeas meridionales? ¿Hasta cuándo habrá que retroceder? ¿Por qué nadie protege el aurea mediocritas que nos cantara Horacio e iluminaba el bienestar de las ciudades? El mensaje populista asquea por su ingravidez, porque aparece sostenido sobre la nada y terminará por desmoronarse hiriendo los cimientos de nuestro idealismo. El mensaje más conservador asquea aún más por su lenguaje arcaico, autoritario y clasista, a veces hasta soez, que pretende demostrarnos que más allá de su capacidad de gobierno solo está el caos. El mensaje alternativo es quebradizo y hueco, débil como el hojaldre que devoran las fauces de la realidad. Es hueco porqué está vacío de cultura, porque se expande en documentos sin raíces que no prenden más allá de las cuatro obviedades o insultos que tenemos que superar.

Esta nueva pobreza se integra por trabajadores con formación académica más que suficiente a los que nos dirigimos al abonar nuestras compras en grandes superficies o al reclamar la cuenta en bares o restaurantes de zonas comerciales. Por si fuera poco, este grupo de mujeres y hombres plenamente capaces cuentan, muchas veces, con sinceras inquietudes intelectuales, tienen acceso a las redes de información, casi tienen la condición de fijos y hasta alcanzan cierto reconocimiento y aprecio en esas grandes empresas que los explotan con total impunidad y pareciera que hasta con cierto orgullo. Incomprensiblemente, pese a todo lo dicho y por muy fuerte que suene la próxima afirmación, son pobres y seguirán siéndolo a lo largo de toda su vida si no se modifican sus condiciones laborales y no se restablece o amplía el acceso normalizado a determinados servicios públicos de marcado acento social.

No soy ni un apocalíptico ni un integrado, solo soy un ciudadano con cierta inquietud y una buena dosis de temor por el futuro que venimos sembrando cada día sin que nadie parezca darse cuenta del desastre que se avecina. En este tiempo todo el mundo quiere hablar de la crisis económica y de su posible reparación, pero nadie se atreve siquiera a preguntar –quizá para no ser acusado públicamente de ser un pisabrotes– por la tímida reparación de esa gigantesca crisis moral que aún la sustenta y que, me temo, la seguirá sustentando aún durante mucho tiempo.

Toda esta suma de graves contrariedades esconde una forma de entender la función pública llena de comportamientos criminales o de acciones irregulares difíciles de identificar y aún más difíciles de perseguir porque una buena parte de la población empieza a trivializarlos para digerir el ejercicio cotidiano del poder.

¿Cuál es el sueldo medio de los españoles? En qué términos podremos alentar la creación de nuevas familias, de consumidores con un mínimo acceso al crédito; trazar el destino de la investigación, la educación y la cultura, compensar las desigualdades o afrontar con garantías de acierto cuestiones tan complejas como la explotación laboral o la inmigración. ¿Hasta donde puede llegar la precariedad y el auxilio de padres jubilados y pensionistas que comparten noble y voluntariamente con sus familiares este triste destino? Hay en todo lo que percibimos una nota crepuscular y decadente porque el nuevo ropaje de las ciudades empieza a teñirse de gris y a ocupar un lugar discreto, propio de la trastienda de un barrio condenado a la desaparición. La presencia constante de las nuevas tecnologías no hace más que subrayar el relieve de nuestros problemas y la enorme distancia que se abre entre la proclamación y el disfrute de los derechos más elementales.

Toda esta suma de graves contrariedades esconde una forma de entender la función pública llena de comportamientos criminales o de acciones irregulares difíciles de identificar y aún más difíciles de perseguir porque una buena parte de la población ya empieza a trivializarlos para digerir el ejercicio cotidiano del poder. La impunidad es, sin embargo, una digestión muy pesada para la sociedad y esconde peligros que aún no podemos calibrar y nublan de una seca incertidumbre nuestro propio futuro y el futuro de nuestros hijos. Llevamos una década hablando del problema del desempleo juvenil sin darnos cuenta que muchos de esos jóvenes, algunos llenos de un comprensible rencor, se encaminan a esa mitad del camino de la vida en la que quiso situarse Dante, mientras cruzaba una selva oscura, en su lúcido descenso a los infiernos.

No convirtamos esta realidad en una triste rutina que se dirige hacia un incierto destino. Exijamos a los intelectuales el compromiso de un debate permanente sobre esta nueva pobreza. Busquemos la manera de distinguir el trabajo y el empleo, definiendo nuevas prioridades presupuestarias que puedan conciliarse mejor con los valores propios de una sociedad democrática. Seamos justos y arrinconemos a quienes justifican la corrupción como una forma de dominio social inevitable. Solo un lenguaje de la verdad nos alejará del abismo.

Jesús Mª García Calderón
es Fiscal Superior del TSJA