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COVID-19: responsabilidades

Tendremos que esperar algunos meses para separar el grano de la paja y calcular el impacto real de la tragedia.

 

A medida que se aproxima el fin de la ola inicial de la primera pandemia del siglo XXI, algunos hechos van tomando forma y otros quieren desdibujarse.

Los datos de mortalidad se van concretando sobre la base de los registros más fidedignos. Ello no obstante, tendremos que esperar algunos meses para separar el grano de la paja y calcular el impacto real de la tragedia. Será el cómputo de fallecidos el fiel que nos permita medir con rigor el alcance de la pandemia en nuestro país, dado que las otras cifras — contagiados o enfermos — están en cuestión, como hemos señalado todos los que hemos escrito acerca de la materia y como ha terminado aceptando el gobierno a regañadientes.

Sobre el particular, es preciso decir aquí cómo a algunos se nos ha acusado de estar “obsesionados por contar muertos”. Defiendo mi punto de vista: mi obsesión es con el conocimiento y con la verdad del hecho desnudo. Y, en un país que apenas dispuso de tests para diagnosticar el covid19, contar muertos ha sido — casi — la única aproximación a la realidad. Una realidad que señalaba tozudamente decisiones erróneas y que solo la ingenuidad puede eximir de la exigencia de responsabilidades. Y me explico.

La versión oficial, repetida y jaleada por sus acólitos, es que la pandemia es una catástrofe natural de carácter imprevisible. El gobierno “hizo lo que pudo” y “es inevitable que se cometieran errores”. Ante la magnitud de la tragedia, solo cabe el “todos a una” y el “respaldo masivo e inequívoco al gobierno”. Romper esta consigna, particularmente en redes sociales, es seguido de una lluvia de insultos. Como si se tratara de aprobar un penalty al equipo propio en un mundial — pido mil perdones por la banalización —.

Bajo ningún concepto puedo estar de acuerdo con lo expresado más arriba. En primer lugar, porque mezcla verdades con elementos desmentidos por los hechos. A modo de ejemplo: siendo la pandemia una catástrofe natural de carácter imprevisible (verdad innegable), ni el gobierno “hizo lo que pudo”, ni “es inevitable que se cometieran errores”. En este sentido, los datos que se van poniendo de manifiesto prueban, negro sobre blanco, que había conocimiento al más alto nivel de lo que pasaba y de qué medidas había que tomar a finales de febrero. Pero, por alguna razón, decidieron no hacerlo.

Sobre el particular, tengo que reconocer los límites de mi punto de vista. Soy médico en ejercicio desde hace más de treinta años. Si, ante síntomas inequívocos que sugieren una enfermedad maligna, no adopto las medidas oportunas, el paciente pierde un tiempo que luego no se puede recuperar. En ese tiempo, la enfermedad avanza, de modo que, cuando queremos diagnosticarla o tratarla, nada puede hacerse sino esperar el fallecimiento. Asunto este que va más allá de la Medicina; es conocimiento común y es el origen de tantas demandas por negligencia profesional. En unos tiempos en que los tiempos asistenciales han sido restringidos y la atención del médico se fuerza hacia otras cosas, la posibilidad de que estos aspectos se escapen y el paciente termine falleciendo ha convertido el ejercicio de la profesión en algo tenso, angustioso a veces.

Los que vivimos este mundo profesional, estamos estupefactos ante el manejo oficial de la pandemia. Conocían la magnitud del problema. Conocían la gravedad. Estaba aniquilando a Italia, el país vecino. En sus manos, la posibilidad de declarar un Estado de Alarma precoz, como hicieron los portugueses. ¿Qué habría pasado de hacerlo? Nadie lo sabe. Cabe proponer que la guadaña mortal habría pasado un poco más alta y que la tasa de fallecidos en primera ola quizás fuera el cincuenta por ciento de la que tenemos ahora. Del mismo modo, cabe proponer que la factura económica consecuente, este año y los próximos, hubiese sido significativamente inferior.

Los que habitamos en mi mundo profesional sabemos de responsabilidades individuales. No se pueden ni imaginar la que le cae a un obstetra si, de un mal parto, llega al mundo un niño con una parálisis cerebral infantil. O a un anestesista de cuya actuación derive una anoxia irreversible. Dura lex, sed lex; a práctica médica ruinosa, vida profesional —  y personal — arruinada.

Por ello, a muchos nos resulta incomprensible que negligencias oficiales con conocimiento de causa y resultado de intensificación y profundización de una crisis humana y socioeconómica gigante no tengan más factura ni más exigencia de responsabilidades que el «¡todos a una!».