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Andalucía no puede volver a la resignación y el agravio

En Susana Díaz se centra no solamente la responsabilidad de la pérdida del poder socialista en Andalucía, sino de la agudización manifiesta de sus causas.

 

La Andalucía que contempló la naciente democracia tenía muchas cuentas pendientes. Eran siglos sobre los hombros de la historia trufados de agravios, desigualdad, pobreza, de señoritos que en las plazas de los pueblos montados a caballo señalaban con la fusta a la familia que comería o dejaría de comer aquel día. El factum de los privilegios estamentales, heredado del feudalismo, en el sur tenía la vitalidad que le otorgaba la violencia estatal y el caciquismo decimonónico. La necesidad de incorporar capital para el desarrollo y yéndose ese capital a otros territorios solo podía suplirse en la medida de lo posible con unas formas de producción que exigieran la concurrencia de la coacción institucional. Los absentistas nobiliarios mantenían todas sus prerrogativas y privilegios en la Andalucía atrasada, como a ellos les convenía, y su dinero y pleitesía en la corte de Madrid que ejercía de eficaz obturación del poder arbitral del Estado para que todo siguiese igual.

 

 

La democracia debía ser el signo y la hora del cambio definitivo de una farragosa historia de inmoralidad social. El momento de la manumisión de una tierra demasiado castigada por sus malos pastores. La oportunidad de materializar un sueño, de perseguir el Canaán de la justicia y la igualdad. Sin embargo, el camino no estaba tan expedito como cabría imaginarse. Se le intentó negar una autonomía plena por una vertebrada derecha que a pesar de cierto enjalbegado de modernidad, no dejaba de ser la expresión del estamento que había tenido a Andalucía aherrojada durante siglos. El Partido Socialista supo encarnar la esperanza de cambio acometiendo incluso lo que había sido entre el campesinado una aspiración de largo aliento como la reforma agraria. La ley incluía planes ambiciosos para la mejora de las explotaciones, el regadío, caminos y regeneración forestal de los montes, pero las expropiaciones forzosas a propietarios que no justificaran un tope de rendimiento eclipsó cualquier otra medida y acaparó rechazos de todas partes. Los latifundistas seguían siendo un poder político que en nada había cambiado con la Transición.

 

 

Casi cuatro décadas después, la derecha más recalcitrante gobierna Andalucía y, lo más sorprendente, sin otro programa que la redefinición conservadora a la baja de todo cuanto suponga superación del viejo y resignado sur estamental y privatizado por las minorías influyentes. Como todo autoritarismo, y la derecha carpetovetónica lo es genéticamente, tiene una de sus fuerzas determinantes en un factor foráneo a sí misma: la debilidad del adversario político. El tardosocialismo andaluz construyó su endeblez  en el contexto de la vida pública cuando fundó en la inmunodeficiencia ideológica y de valores las estratagemas cortoplacista de poder. En Susana Díaz se centra no solamente la responsabilidad de la pérdida del poder socialista en Andalucía, sino de la agudización manifiesta de sus causas. Díaz procede de un núcleo de las Juventudes Socialistas para el que el partido ha sido su único medio de vida y de estatus social sin otro bagaje personal que una ambición primaria y una falta de escrúpulos para la conchabanza y la intriga.

 

 

El empecinamiento de la ex presidenta de la Junta en mantenerse como cabeza institucional y orgánica del PSOE de Andalucía después de salir derrotada de todos los escrutinios que un dirigente puede perder para considerarse más que anatematizado por militantes y electores, supone un oneroso óbice para que el PSOE pueda reconstruir un proyecto político sólido, recuperando la pulsión ideológica e intelectual que pueda ofrecerles a los andaluces un modelo de sociedad fundamentado en la modernización, igualdad, solidaridad y progreso, una Andalucía lejos de la resignación y los agravios que durante siglos ha soportado esta tierra llena de talento y valores humanos.