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Barras de bar

Era de noche. La barra a tope. En una esquina dos clientes habituales de la casa, ambos consejeros de la Junta de Andalucía. Él y ella. Hablaban muy bajito.

 

Que sí, que vale, que ya tenemos terrazas y salones, pero nos gusta la proximidad e, incluso, si me permiten la paradoja, esa cercanía que nos proporciona una barra empetada, la mejor fórmula para pasar desapercibido; hasta para tener cierta intimidad. El bullicio ahoga nuestras palabras dándoles privacidad.

 

Lo que les cuento a continuación sucedió en la mía hace casi veinte años. Era de noche. La barra a tope. En una esquina dos clientes habituales de la casa, ambos consejeros de la Junta de Andalucía. Él y ella. Hablaban muy bajito. El gesto grave. Él le estaba explicando algo y ella negaba silenciosamente con su cabeza bajando la mirada hasta que sus lágrimas ganaron la partida e inundaron sus ojos. Siempre en silencio y discretamente. Nadie se estaba apercibiendo de lo que pasaba.

 

Yo sí, claro, tabernero curtido en mil y un embates. Los miraba de reojo. A simple vista podría pasar por una pelea de amantes, una discusión velada, como tantas otras he visto desde detrás del mostrador. Pero no. Los conocía de sobra y sabía que no era el caso.

 

Él seguía musitando no sé qué palabras y ella, poco a poco, recobraba la serenidad con la misma discreción con que la perdió. Cesó la conversación, se dedicaron un par de sonrisas y se despidieron hasta el lunes –era viernes.

 

Aquella escena se perdió rápidamente entre mis pensamientos, que por aquellos días estaban muy inquietos; mi madre estaba bastante enferma, con altibajos. Tenía cáncer linfático. La quimioterapia le eliminó los múltiples tumores activos pero dañó irreparablemente su aparato circulatorio.

 

La operaron de urgencia y no superó el despertar. Fue muy duro para nosotros, pero nos quedó el consuelo de que también fue muy rápido. No sufrió.

 

A la mañana siguiente, en la sala del tanatorio, nos traen el ABC abierto por la página de la esquela de mi madre. Me quedé helado. La de ella ya la esperaba, la habíamos encargado mis hermanos y yo. La que estaba junto a la de ella no. Fue como un guantazo inesperado. Correspondía a él, al consejero de  mi barra. Los dos nos dejaron el mismo día: mi madre y él. Ambos de cáncer. Y yo descubrí que los que estaban compartiendo –meses antes–  los dos cargos públicos en mi barra no era amor, ni desamor, ni secretos políticos, sino una terrible confesión.