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Bertín Estudillo

No un capellán cualquiera, sino Capellán Real de la Virgen de los Reyes, la patrona de Sevilla.

Este relato se lo dediqué a uno de los personajes más curiosos y controvertidos que pasó por mi restaurante. Lo incluí en mi primer libro, «Recetas con Historia», ya descatalogado. Que sirva como homenaje ahora que se acerca el día de «su» Virgen de los Reyes.
Muy buenas. Permítanme que me presente. Me llamo Federico; Federico María Pérez Estudillo y Sánchez. Suena aristocrático, ¿verdad? Pero de aristócrata nada, por lo menos de cuna. Menos mal que la vida me ha dado oportunidades para ir progresando, y, de párroco de pueblo –porque soy cura, por si no lo había dicho antes– he llegado a capellán; y no un capellán cualquiera, sino Capellán Real de la Virgen de los Reyes, la patrona de Sevilla.
Pero recapitulemos. Me ordené sacerdote a los treinta y tres, la edad de Cristo, fui de vocación tardía, y mi primer destino fue párroco en Jabugo, lo cual en plena posguerra no era malo precisamente. Yo siempre digo que la cara de cochino ya la llevaba cuando llegué, por si algún guasa se adelanta, pero tampoco soy tan feo, caramba… A mis sesentaytantos soy más bien alto, ando tieso (de porte y de parné)… Un poco rellenito hay que reconocer que sí que estoy, y lo de las gafas de culo de vaso también hay que nombrarlo, pero sin embargo mis hijas del instituto me llaman ‘Bertín Estudillo’, y por algo será.
Paso a aclarar lo de mis hijas antes de que se me escandalicen más de la cuenta: Servidor es profesor de religión de un instituto femenino, y, si mis alumnas me llaman padre es porque serán mis hijas, digo yo. Ya tengo más de tres mil, y he casado a muchas. La verdad es que es una de mis bromas. No sé si seré gracioso o malage, pero necesito del buen humor y de la compañía de chicas guapas y alegres para vivir. No se trata de nada relacionado con el celibato, como piensan algunas mentes obtusas, sino de que la vida de un sacerdote es muy solitaria, sobre todo de noche; y más aún después de morir mi madre. Intento dormir pensando en Dios, y, como no puedo ponerle cara, sueño con mis “hijas”. Una sola de sus sonrisas me abre las puertas del Cielo cuando cierro los ojos.
Vale, vale. Ya sé que a veces me pongo muy trascendental, pero es que si me dejase llevar siempre por mis impulsos estaría excomulgado desde hace años. Todavía no se me olvida cuando Monseñor (Monse para los amigos) me llamó al orden por decir por una emisora de radio que ser bético era pecado mortal y me obligó a rectificar públicamente, como así hice, porque como todo el mundo sabe, ser bético no es pecado mortal, pero sí venial, y con ir tres o cuatro veces al Sánchez Pizjuán en plan penitencia queda absuelto.
Se habrán ustedes dado cuenta de que soy blanquillo, y, además, capellán del Sevilla F.C., el club de mis amores. Por cierto, que también se me suele llamar el Padre Bertoni, en honor a ese genial futbolista que tanta gloria dio a mi equipo. Algunos malhablados aseguran que llevo la camiseta del Sevilla con su número debajo de la sotana, pero eso no es así; o casi, pues cuando jugamos en casa y voy a verlo (que es más bien siempre) sí que me la pongo.
También soy capellán del aeropuerto de Sevilla, aunque la nueva terminal diseñada por Moneo ya no tiene capilla, sino un “oratorio aconfesional”. Manda huevos (con perdón) que para comunicarnos con Dios (cada uno con el suyo, o sea, con Dios, con el de todos, que para eso sólo hay Uno y a ti te encontré en La Meca). Para comunicarnos con Dios –decía– haya que hacerlo en una sala de diseño, vacía, fría e impersonal con cuatro sillas de oficina, así que un servidor compró un crucifijo (de mi sueldo, que conste) y lo colocó allí. Se lo llevaron. Lo repuse. Se lo volvieron a llevar. Lo volví a reponer. Volvió a desaparecer. Y así hasta cinco veces, hasta que se hartaron; y en buena hora, que estaba al borde de la ruina con tanto gasto. Porque –digo yo–, ¿a quién molesta una humilde cruz de madera para rezar? Si no le gusta que mire para otro lado, que si algún Mustafá quiere orar mirando a La Meca, y se compra una alfombra y la pone allí, a mi no me estorba.
En los ratos libres llevo también la capilla de la Real Maestranza de Sevilla, o sea, la plaza de toros de Sevilla cosa que repatea a algunos, como a Monse:
“Federico, déjate de falsas capellanías, que la única de verdad es la de Nuestra Señora. Lo otro son colaboraciones especiales. Que ya sabes lo que dice Antonio Burgos en su Recuadro, que tú te has inventado lo de capellán de la plaza de toros para colarte de válvula a ver las corridas”.
¡Ay, Burgos…! Con lo bien que escribes y la guasa que tienes… Como si yo tuviese la culpa de lo de tu Betis, porque en el fondo, que te enteres, lo que a ti te duele es lo que te duele… Mucho manquepierda y que mal perder tenéis.
Monse me dejó pronto en paz con lo de los toros. Fue el día de Montoliú. Pocas cornadas tan fulminantes como esa.
–Federico: ¿Llegaste a tiempo?
–Claro que llegué; claro que llegué… ¿Se da usted cuenta de que mi sitio los días de corrida está ahí?
Nunca más me dio la lata con el tema y el bueno de Montoliú llegó hasta mi Jefe con carta de recomendación.
Ese soy yo: un cura que va de bar en bar para escándalo de beatas y meapilas; de gente que tiene mucho más que callar a que decir; de fariseos que ven la paja en el ajeno y no la viga en el propio. Malas puñalás les den… Qué sabrán ellos de mis dolores. De mis angustias. De mis miedos. Cura loco y sinvergüenza. Cura borrachín e insolente. Cura… Cura… Y no se dan cuenta de que soy persona antes que cura, y que, detrás de este hábito lleno de lamparones (padre –me dijeron un día–, trae usted aceite en la sotana para freír dos docenas de cigüeñas), detrás de ese ropón negro, hay un corazón como los suyos; con las mismas dudas; con las mismas debilidades. Con las mismas ganas de ser querido.
Otra vez ese tono grave… Tendré que hablar más con Él. Me estoy volviendo demasiado quejica.
Hablando de las lámparas de mi sotana (la llaman Casa Pueyo, los sevillanos me entenderán) y del restaurante de Enrique Becerra, no puedo dejar de contaros cómo una vez me llevé tres meses sin hablarle y sin entrar en su casa. Resulta que, hace años, José Luis Montoya, periodista de ABC y concejal del Excmo. Ayuntamiento de Sevilla por aquel entonces, llegó un día a la barra del pedazo de cacho del Becerra y le dijo:
–Niño, dame una cervecita. Y de tapa ponme lo que tú quieras.
–Prueba estas anchoas en aceite caseras.
Mordió en pan con las anchoas y el aceite le llegó hasta el cuello.
–Niño, ¿no tenías algo con más pringue por ahí?, miarma.
–Yo no, pero puedes probar con la sotana de Federico.
Gracioso el tabernero y gracioso el plumilla, que tardó menos de lo que canta un gallo en publicarlo en “El Patio”, su sección en ABC. Se podrán ustedes imaginar la rechifla de media Sevilla con mi sotana. Unos la miraban con cierto disimulo, y otros (y otras) lo hacían con total descaro, pero como para desahogado un servidor de ustedes, señalando los muchos botones de ella les decía:
–Sí señora, mírela usted bien; todo esto es bragueta.
La verdad es que a Monse no le falta de vez en cuando algo de razón.
El caso es que hice las paces con Enrique; y es que uno tiene corazón de oro. Claro que también ayudó un poco lo del platazo de langostinos que me plantificó delante, porque a un servidor el marisco le pierde y, aunque en broma digo que yo en los bares sólo tomo San Patricio, San Domingo o San Gría.
Se me viene a la cabeza uno de esos días en los que la fuerza de voluntad me flaquea y en el que me tomé en un plis plas un señor cuenco de mousse de chocolate con un tocinillo de cielo encima y un chorreón generoso de Frangélico ante el estupor de mi vecino de barra, un ejecutivo con cara de bendito.
— Don Federico –me decía Enrique– no coma usted tan rápido, que le va a hacer daño, hombre.
— Es que se me ha hecho tarde y me está esperando mi mujer –le contesté mientras yo salía y el de la corbata se santiguaba como un poseso.
Bueno, me despido de ustedes. Hoy me siento un poco fatigado. Deben ser los tres o cuatro días que llevo en el hospital. Y eso que me están tratando como a un cura, pero claro, acostumbrado a comer diariamente en Becerra, lo que me dan aquí… como que no.
Menos mal que mañana por la mañana me darán el alta. Y además torea Curro. Y no sé por qué, tengo la impresión de que voy a verlo mejor que nunca.
Acertó Federico. Al día siguiente vio a su Curro desde el mejor palco posible: el de su Jefe.