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Crispar a la Guardia Civil

Han cometido el que quizás sea el más grave error en política: crear un problema donde no lo había.

 

La crispación, que enmarca el escenario político desde que el pasado 13 de enero tomó posesión el nuevo Gobierno, ha crecido exponencialmente tras el fulminante cese de un íntegro y modélico servidor público, el coronel Diego Pérez de los Cobos, jefe de la Comandancia de la Guardia Civil de Madrid. Las razones argüidas, desde el ministerio del interior, para tal destitución parecen responder a intereses inconfesables, originando demasiadas especulaciones y estúpidas teorías difícilmente creíbles: que si “pérdida de confianza” primero; que si “remodelación y nuevo impulso” luego; y “pulso al Gobierno” después. El premio al disparate se lo ha llevado la ministra de asuntos exteriores, González Laya, quien, el pasado martes, en la cadena SER, rebuznaba: ”el puesto de jefe de la Comandancia de la Guardia Civil de Madrid es un cargo político”.

 

Todo indica que el coronel Pérez de los Cobos fue cesado después de negarse a dar  información sobre unas diligencias abiertas por la juez Carmen Rodríguez-Medel (juzgado nº 51, Madrid), relativa a los hechos del 8-M.  Negativa esperable en un oficial de la Guardia Civil al que Mari Paz Garcia-Vera, exdelegada del Gobierno en Madrid, acaba de describir como “una de las personas más comprometidas con su trabajo que convencen con argumentos y datos, y que arrastran con su ejemplo de coherencia personal”. Porque, efectivamente, dar tal información hubiera supuesto una infracción grave de la legalidad. No hay que olvidar que la Ley Orgánica 2/1986, de 13 de marzo, de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad (art 31.1) dispone que los funcionarios adscritos a la policía judicial “dependen funcionalmente de los Jueces, Tribunales o Ministerio Fiscal que estén conociendo del asunto objeto de su investigación”. Y que el Real Decreto 769/1987, de 19 de junio, sobre regulación de la Policía Judicial (art 15), ordena a los funcionarios de la policía judicial “guardar rigurosa reserva sobre la evolución y resultado de las concretas investigaciones que les hubieren sido encomendadas, así como de todas las informaciones que, a través de ellas, obtengan”.

Tras el cese, la inmediata y oportuna dimisión del Director Adjunto Operativo (DAO) de la Guardia Civil, TG Laurentino Ceña ―el “JEME” de la Guardia Civil―, ofrece dos lecturas de fondo. Una, de refrendo y orgullo de la Benemérita por la actuación del coronel Pérez de los Cobos. La otra, de reprobación de la Guardia Civil tanto al ministro Grande-Marlaska, como a la directora general de la Guardia Civil, María Gámez (de cuyo nombramiento se acaba de desmarcar la ministra de defensa, Margarita Robles, en entrevista en El País del pasado viernes). El cese posterior del TG Santafé ―jefe del mando de operaciones de la DIGEGUCI y más antiguo en el Cuerpo tras Ceña―,  ha sonado a purga y a mensaje coercitivo a los guardias civiles (que alcanza también a la Policía Nacional). Para rematar el desaguisado “marlaskiano”, se ha difundido, el pasado martes, el inoportuno anuncio del pago, a las FCSE, del tercer tramo de la llamada “equiparación salarial”. Una asquerosa cortina de humo, generalmente interpretada como intento de compra de silencios: otro insulto a la Guardia Civil, Instituto ejemplar e institución vital para el funcionamiento del Estado y la seguridad ciudadana, cuya divisa es el honor.

En todo este asunto, las actuaciones de Grande-Marlaska y de María Gámez no se parecen compadecerse con la separación de poderes. Además, ambos han mostrado poseer un importante déficit de contención política. Y es que ―me alerta alguien del entorno ministerial―, algunos jueces, acostumbrados al lógico “ordeno y mando” de sus sentencias y autos, son incapaces de calibrar bien la completa dimensión de sus actos, cuando ocupan puestos políticos.

No se puede esconder tampoco que Grande-Marlaska y la Gámez se han convertido en peones de la estrategia de desestabilización del Estado, dirigida desde sectores del actual Ejecutivo. Asimismo, ambos han cometido el que quizás sea el más grave error en política: crear un problema donde no lo había. Inoculando el virus de la crispación en la Guardia Civil, han perdido la autoridad y el crédito imprescindibles para mantenerse en sus puestos. Por tanto, deberían o dimitir o ser cesados con urgencia. Porque, además, así se evitaría que, en algún momento, fueran objeto de la sonora pedorreta que, en mi opinión, se han ganado a pulso. ¿Y después, qué?