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De Monarquía y República

Si bien la monarquía, al no ser electiva, debe ser revalidada diariamente en el siglo XXI.

 

Hace unos meses, SM El Rey Felipe VI retiró a su padre, don Juan Carlos, su asignación anual, así como renunció, por adelantado, a la “damnosa hereditas” que, en su día, pudiera corresponderle. Unas cautelosas previsiones que inducen a pensar que el Emérito, cuando reinaba, no tuvo siempre una conducta ejemplar. No me refiero a los asuntos de bragueta, sino al de los dineros que supuestamente acumuló y gestionó de forma sospechosa. De momento, en los medios, han aparecido, entre otros, el “contrato” de donación de 65 millones de euros a su “novia formal”, Corina Larsen, así como los movimientos de una cuenta opaca en Suiza, referidos a los años más “austeros” de la crisis anterior.

 

Así las cosas, desvincular a don Felipe de los actos de su padre parece un cortafuegos algo enclenque. Porque la sucesión dinástica no puede tirarse, sin más, por el inodoro: se fundamenta sobre la indestructible consanguinidad de ambos. Asimismo, aferrarse al clavo ardiendo de lo privado tampoco tiene mucho recorrido. El Rey lo es hasta en calzoncillos; e, incluso, cuando se los quita. Fuera del cuarto de baño ya no hay privacidad que valga.  Cualquier acto real tiene, o puede tener gran trascendencia mediática y política, incluso aunque su valoración penal pudiera ser irrelevante.

 

Y esto acaba de empezar. Es un momento particularmente aventurado porque, además, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, habla de revisar la inviolabilidad del Rey (art 56.3 de la CE), y el vicepresidente 2º, Pablo Iglesias, se plantea modificar la forma política del Estado (la monarquía parlamentaria, art 1.3 de la CE). Saben, o deben saber que una reforma constitucional de tal calado demandaría, entre otros requisitos (art 168 de la CE), mayorías de dos tercios, en ambas cámaras, en dos legislaturas consecutivas y un referéndum. Un objetivo inalcanzable cuando ellos son incapaces, incluso, de asegurar una mera mayoría simple para aprobar los presupuestos generales del estado.

 

Por tanto, no es de recibo que, ante una situación de enorme gravedad, corrosiva para la Corona y perniciosa para el Estado, don Pedro y don Pablo vayan de farol. Un señuelo, no obstante, muy arriesgado al oxigenar a quienes tienen la ruptura de la Nación como objetivo vital. Aquéllos más parecen tertulianos de tres al cuarto que responsables políticos del máximo nivel ejecutivo. Eso, señor Sánchez ―usando sus propios adjetivos―, sí que es “inquietante y perturbador”: constituyen ustedes un Gobierno peligroso para la Nación y el Estado.

 

Seamos claros. El Rey es símbolo de la unidad de la Nación y de la permanencia del Estado. Pero la supervivencia de la Corona está fuertemente condicionada por el principio de utilidad. Y ésta pivota sobre la función moderadora y arbitral del monarca y la ejemplaridad del Rey. Por eso, el déficit en cualquiera de ellas, y especialmente de la segunda, proyectaría lúgubres sombras sobre el crédito y la opinión que suscita quien también ostenta el mando supremo de las FAS. “Crédito y la opinión” que, hace cuatro siglos, ya resaltaba Calderón de la Barca, soldado de la Infantería española, en su verso inmortal.

 

Hay dos únicas formas estables y permanentes de estado contemporáneo: monarquía y república. Si bien la monarquía, al no ser electiva, debe ser revalidada diariamente en el siglo XXI. Esa reválida permanente es la buena ruta; especialmente en un país, como España, de tantas fuerzas centrífugas y disgregadoras. Sin embargo, a pesar de nuestra convulsa historia política, parecería que algunos emprenden un itinerario similar al que los españoles ya recorrieron hace 100 años. Aquél que llevó a la caída de la monarquía primero y a la guerra civil después. Por todo ello, con todos sus inconvenientes, me quedo con la primera.