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Democracia y jueces

Ya quisieran los policías poder proponer una terna para cada cargo que se nombra en la Junta de Gobierno, como ocurre con el CGPJ. 

En la judicatura, como en la Policía, existen tres grupos de mandos: los conservadores, profesionales “apolíticos”, los progresistas o “politizados” y los “marlaskas”, que valen igual para un roto del PP que para un descosido del PSOE, que en Interior siempre han hecho lo mismo. Los nombramientos de mandos son por confianza y afinidad ideológica, no por currículo, y en todos los grupos hay buenos y malos profesionales. Ya quisieran los policías poder proponer una terna para cada cargo que se nombra en la Junta de Gobierno, como ocurre con el Consejo General del Poder Judicial. 

 

Los 20 vocales del CGPJ se eligen por Congreso y Senado con 3/5 de mayoría; de ellos, doce deben ser magistrados (los políticos eligen entre 36 propuestos por asociaciones de jueces) y ocho pueden ser juristas de reconocido prestigio. Esta fórmula no es distinta de otras que existen en países democráticos europeos, es plenamente homologable y no falla el sistema sino los políticos que dirigen los partidos. Los miembros del CGPJ no dictan sentencias, toman decisiones políticas como gobierno de los jueces y son el tercer poder del Estado. 

En España se desprecia el artículo 67.2 de la Constitución que prohíbe el mandato imperativo sobre los diputados; vemos a diario que son empleados obedientes de su partido que los propone y les dice qué deben votar. Los diputados representan a su jefe político, no a la ciudadanía que los votó (en listas cerradas de partidos). A estos efectos, como a otros, la Constitución es papel mojado. Quizás por aquí empiecen los problemas. Otro obstáculo que lastra el funcionamiento del régimen del 78, la actual partidocracia llamada democracia, es la ley electoral, que permite a partidos nacionalistas, filoterroristas e independentistas obtener, con cientos de miles de votos menos, decenas de diputados más que partidos nacionales. Eso les confiere capacidad de desestabilizar el Estado, auspiciado por el giro al socialpopulismo de Sánchez y la caída de máscara nacionalista moderada de Convergencia, transmutado en independentista desde que no puede “comisionar” impunemente. 

El PP siempre ha provocado tensiones cuando estaba en la oposición a la hora de renovar este órgano, pero ahora, por la inclusión en el Gobierno del comunismo bolchevique que quiere derribar el régimen del 78, está justificado. Aunque el meollo de la cuestión que está en juego no es el CGPJ sino el Tribunal Constitucional, a juzgar por la prisa que tiene Sánchez en que haya una mayoría de obediencia a su Gobierno. Si ha indultado a golpistas independentistas de Cataluña, ¿quién puede asegurar que no pacta un referéndum consultivo no vinculante para cambiar la Constitución, que llenaría de munición las alforjas de los independentistas aun perdiéndolo, al reconocerles políticamente el derecho a hacerlo ignorando a los demás españoles? 

Cuando lo echaban de su partido, Sánchez organizó una votación en urna, sin censo, tras una cortina; mintió en campaña (“no dormiría tranquilo”), y ha pactado con independentistas ignorar la sentencia que impone el 25% en castellano en las escuelas de Cataluña, hechos inquietantes de una ambición sin escrúpulos. ¿Hasta dónde está dispuesto a llegar? ¿Hasta dónde están dispuestos a acompañarlo sus socios de gobierno, la vicepresidenta segunda que alaba en Twitter a Fidel Castro o el ministro de Consumo, que alaba la dictadura de Alemania del Este? ¿Hasta dónde llegarán los independentistas y nacionalistas que lo sostienen manteniendo como rehén al Gobierno de la nación? Las prisas y manejo de leyes sobre el CGPJ, restando y restituyendo competencias a conveniencia para controlar el Tribunal Constitucional deberían encender todas las alarmas del Estado. Sánchez ha dinamitado los consensos constitucionales.