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Despenalizar la eutanasia

El conflicto que aquí existe se ha ideologizado e instrumentalizado hasta límites insospechados.

 

La Eutanasia vuelve a ocupar el foco mediático. Los casos vienen y van, pero la realidad se mantiene con semblante imperturbable. El asunto, pese al abrumador debate que levanta una polvareda mayor cada vez que suscita un imprescindible debate social, no es otro que el derecho a disponer de la propia vida, y el ligamen con la noción de ‘Dignidad humana’ que ello conlleva. Dos posturas enfrentadas: una, que persigue su prohibición absoluta y sanción severa por la ley; otra, que busca su liberalización completa. En medio, el Código Penal, que sanciona en su artículo 143 tan sólo conductas de participación, por lo absurdo que supondría llegar a sancionar al propio suicida. El punto 2 de este artículo señala pena de dos a cinco años de prisión a quien coopere con actos necesarios al suicidio de otra persona, el punto 3 prisión de seis a diez años si esta cooperación llega hasta la ejecución de la muerte, y el punto 4 establece una atenuante que implica una pena inferior en uno o dos grados para cuando las conductas desplegadas en los dos casos anteriores cuando media petición expresa, seria e inequívoca de un enfermo de muerte, cuya enfermedad le provoque sufrimientos insoportables.

 

La regulación es clara en este sentido: no se puede sancionar al suicida, por lo que sólo puede recaer el castigo sobre el que participe en el suicidio.

 

En el caso de la Eutanasia, sobre el que asiste con actos encaminados a producir la muerte, la llamada Eutanasia Activa. El conflicto que aquí existe se ha ideologizado e instrumentalizado hasta límites insospechados. Como otras causas que agitan a la sociedad, los partidos políticos y los grupos de presión se han apresurado a tomar posturas, no pensando en quienes se hallan en tan lamentable situación (en un sentido u en otro), sino en sus propios caladeros de rentabilidad social. La situación ha llegado hasta tal punto, que los grandes eslóganes propagandísticos han sustituido la preocupación por las circunstancias particulares de los individuos, que debe ser siempre el faro que guíe cualquier actuación encaminada a fijar el marco en el que se va a desarrollar el libre albedrío de los individuos autónomos. Y, si entendemos, como hay que entender, que el Estado es un sirviente del ciudadano y no su amo, su agenda debe procurar siempre una legislación encaminada a dejar más libertad para operar, no menos. Especialmente al valorar que, si de la gestión de una comunidad plural se trata, dicha regulación legal debe generar un marco en el que quienes quieran llevar a cabo una actuación que no perjudique a la comunidad como tal ni a otros individuos puedan efectuarla, y quienes no lo consideren así, puedan abstenerse. Ampararse en planteamientos exclusivistas tras las vanguardias ideológicas de turno pervierte el sentido más intrínseco del Estado de Derecho. Que será Estado, sin duda, pero no de Derecho.

 

Los sectores más reaccionarios de la sociedad se han amparado siempre en una cuestión ideológica, pura y dura, para impedir el progreso de una legislación que la sociedad demanda a gritos, empleando para ello una apelación permanente a la ‘Dignidad Humana’ de la que sólo ellos, creen, son los únicos intérpretes.

 

Todo aquél que discrepe es un asesino, o un cómplice de los asesinos, al mismo nivel que cualquier ‘otro’ -según ellos- asesinato en masa producido durante la tumultuosa historia de la humanidad. Mas, ¿qué es la Dignidad humana? ¿Lo que diga la Iglesia Católica? ¿Una confesión religiosa? ¿Un grupo de presión? ¿Un partido político? ¿Un sindicato? ¿Una empresa? ¿El Gobierno? La Dignidad humana, si no queremos perder lo andado hasta aquí, debe evaluarse a dos niveles. Una Dignidad Objetiva, que encierra cada ser humano por el mero hecho se existir, al margen de cualquier consideración. Y una Dignidad Subjetiva, que es la que cada individuo particular decide para sí, y que sólo él, en su libertad, tiene competencia para evaluar, nadie más, ni otras personas, ni un político, ni el Estado. Nadie.

 

Entendiendo esto, y ante el conflicto, ¿qué debe prevalecer? Si aplicamos un criterio restrictivo de la libertad individual, diríamos que la Dignidad Objetiva, puesto que cualquier persona es digna per sey no puede disponer de sí mismo. Pero, si por el contrario, el criterio que elegimos es aquél que está abierto a la libertad individual, debemos concluir que la Dignidad Subjetiva, porque si la Dignidad de un sujeto como persona es inseparable a su libertad elemental para decidir si su vida es digna de vivir o no, y qué hace con ella, el Estado de Derecho no puede en ningún momento, si su decisión es libre, meditada y autónoma, privarle de esta Dignidad Subjetiva por un imperativo moral que es esgrimido tan sólo por una parcela de esa sociedad plural y que un Estado que no tiene ni religión ni ideología oficial puede aceptar como propio e imponer contra la libertad del sujeto.

 

Llegados a este punto, ¿qué sentido tiene meter en la cárcel a alguien que, guiado por la compasión y el amor, y sin duda presa de un sufrimiento atroz, decide, ante la petición libre de un enfermo que igualmente sufre y no considera que sus condiciones de vida sean dignas, cooperar en el suicidio de quien desea dejar de vivir? ¿No es acaso un gesto de inmisericordia y de crueldad -por no hablar de hipocresía y de cinismo- anteponer un dogma ideológico o religioso a los deseos legítimos de un individuo, condenándole al sufrimiento y al dolor por no ser capaz de tener una generosidad tal que nos permita entender que una visión de la vida no puede estar por encima de la dignidad de una persona? La Pena no se justifica ni desde la Prevención General (pena dirigida a la colectividad para que sus miembros se abstengan de delinquir y, reafirmándose así la legitimidad del sistema legal) ni desde la Prevención Especial (resocializar al sujeto e impedir que vuelva a delinquir) se puede sostener esta postura. El familiar, el amigo o la pareja que ayuda al suicida que expresamente se ha manifestado en este sentido no se trata de un delincuente peligroso que deba ser aislado ni expiar ninguna culpa, ni mucho menos se trata de un sujeto que deba ser readaptado para vivir en sociedad. Se trata, por lo general, de una persona que no ha elegido estar allí y que debe tomar una decisión muy difícil en pos de aliviar el dolor que la persona a quien quiere experimenta. Aunque ello conlleve la muerte. Ni más, ni menos.

 

Como el Aborto, la Prostitución o la Gestación Subrogada, no se trata de una cuestión ideológica, aunque haya quien se empeñe en convencernos de lo contrario.

 

Se trata de que las ideologías y los clichés no deben ser nunca un impedimento para que el Estado reconozca más libertad a los ciudadanos que lo componen. Bajo los argumentos prohibicionistas, lo que se esconde -como se esconde detrás de la oposición al Matrimonio Homosexual- una brutal intolerancia, que no es capaz de darse cuenta de que regular un cauce legal para una opción pueda tener lugar dista mucho de obligar a todo el mundo a llevar a cabo dichas conductas. Despenalizar la Eutanasia no equivale a regular un asesinato en masa, ni legalizar el Matrimonio Homosexual significa obligar a todo el mundo a casarse con alguien de su mismo sexo. Por si hiciera falta, a estas alturas aclararlo.

 

Por eso es imperativo operar una reforma en el Código Penal que despenalice la Cooperación y la Cooperación Ejecutiva al Suicidio (que no así la Inducción, que sí debe ser penada). Si hablamos de Dignidad y de Libertad, hablamos con todas las consecuencias. O no hablamos.