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El desmembramiento del Reino Unido

Si no existe Constitución como documento escrito, ¿cómo se marcan entonces los límites legales del Estado de Derecho?

 

La llegada de Boris Johnson al número 10 de Downing Street ha puesto nerviosos a los socios europeos. Por primera vez, el riesgo de un Brexit duro es real, y las duras negociaciones que se han llevado a cabo para evitar por todos los medios el peor de los escenarios amenazan con acabar en el cubo de basura de la Historia. Mas la salida abrupta del Reino Unido de la Unión Europea dista mucho de ser la única consecuencia de la llegada al Gobierno del tan impetuoso como extravagante biógrafo de Winston Churchill. La insularidad no es el único aspecto que diferencia al Reino Unido del resto de los países continentales de Europa.  Y Boris Johnson no debe perder de vista el ruido de sables entre bastidores. No en vano Nicola Sturgeon, ministra principal de Escocia y líder del Partido Nacionalista Escocés ha advertido a Johnson sobre cuál puede ser una de las consecuencias más tangibles de la materialización de sus objetivos para el 31 de octubre ‘cueste lo que cueste’: la aceleración de los planes para un ‘segundo referéndum’ de independencia en Escocia. Lo que no es una amenaza vacía teniendo en cuenta que el cambio de gobierno ha provocado, según el reciente sondeo de Panelbase, un incremento del apoyo a la independencia en Escocia hasta el punto de superar la apuesta por la permanencia dentro del Reino Unido (53% frente a un 47%), y que la victoria de los que propugnaron continuar dentro de la misma en la consulta de 2014 tan sólo se saldó con un estrecho margen de diez puntos.

 

No acaba la cuestión ahí. Leo Varadkar, Primer Ministro de la República de Irlanda no ha perdido la oportunidad de destacar un dato incómodo al nuevo inquilino del Downing Street: que el apoyo a la permanencia en la Unión Europea entre la población de Irlanda del Norte es abrumadoramente mayoritaria (con un 65% según las últimas encuestas). Como entendieron todos los anteriores dirigentes británicos desde los Acuerdos de Viernes Santo en 1998, una frontera abierta entre los dos territorios irlandeses constituye una garantía absolutamente fundamental para la permanencia de la paz en la zona. Al fin y al cabo, más allá de las cuestiones burocráticas y del estatus diplomático, los ciudadanos de uno u otro Estado podían sentirse unidos de la mano de una libertad económica y de tránsito que aliviaba el escozor de las llagas provocadas en lo que hasta hace no mucho se había considerado una auténtica zona de guerra. Una salida ‘por las bravas’ del Reino Unido de la Unión puede, casi con toda seguridad, provocar una modificación sustancial de la situación del territorio de Úlster en el seno de Gran Bretaña.

 

Pero, más allá de las declaraciones políticas de turno, e incluso de los más concienzudos propósitos de los actores implicados, cabe preguntarse: ¿es este escenario posible? Volvamos a 2014. El Primer Ministro de aquél entonces, David Cameron, pactó con el líder nacionalista escocés en dicho momento, Alex Salmond, el conocido Referéndum sobre la independencia de Escocia y -aquí viene lo más importante- el Parlamento de Westminster atribuyó al Parlamento Escocés la competencia para legislar la cuestión de la consulta por medio de una alteración de los límites de la Scotland Act, la norma que regula la ‘autonomía’ de Escocia dentro del Reino Unido, sus competencias y el ejercicio de las mismas. ¿Cómo fue esto posible? ¿No hubiera sido necesaria, digamos, una reforma o una revisión de la Constitución del Reino Unido? He aquí el quid de la cuestión: Gran Bretaña carece de Constitución. O, por afinar más: carece de Constitución Escrita homologable a las de países continentales como Francia, Alemania, España o Italia. Esto significa que el principio de Soberanía Constitucional, típico de estos últimos, es sustituido aquí por el de Soberanía Parlamentaria, constituyéndose de esta manera un sistema político-legal que no se basa en una estructura diseñada por una Carta Magna que delimita los contornos de lo que cabe dentro del ordenamiento jurídico y de lo que está fuera de él, sino que, por el contrario, el sistema británico, el Common Law tan citado como poco conocido en la práctica, se basa principalmente en las decisiones políticas y ‘usos’ extralegales configurados en la llamadas Convenciones, que crean un ‘sentido común’ inmanente a la propia dinámica del sistema mismo.

 

Si no existe Constitución como documento escrito, ¿cómo se marcan entonces los límites legales del Estado de Derecho? Por medio de las mismas reglas del juego no escrito. Entre estas convenciones, existen dos que son fundamentales: una que establece que los jueces no podrán declarar ‘inválida’ (o inconstitucional, en nuestro lenguaje) una ley emanada del Parlamento Británico; y otra que señala que la Cámara de los Lores no se opondrá a una ley que sea reflejo del programa político del partido que esté en ese momento en el Gobierno. Por lo tanto, que una ley esté ‘fuera’ de la Constitución implica que se separe de alguna de las convenciones asumidas o de los usos o consensos que la Historia ha ido asegurando a lo largo de los años. Esto quiere decir que el Parlamento del Reino Unido puede, si así lo desea, convertir el actual sistema parlamentario en una Dictadura del Proletariado o en un Régimen Autoritario distópico como el que presenciamos en el V for Vendetta de Alan Moore en el ejercicio de la Soberanía Parlamentaria.

 

Es por ello que el Parlamento, entendiendo que Reino se constituye por medio de una ‘unión’ libre de las ‘naciones’ que lo componen y que ninguna de ellas puede ser ‘retenida’ en él por la fuerza, asimiló como propia una visión que ya fue concebida por el Gobierno de Cameron, dejando el camino expedito para que el asunto se dirimiera por la vía de un referéndum con efectos jurídicos vinculantes, lo que hubiera supuesto, de vencer el ‘Sí’, que Escocia hubiera salido del Reino Unido en un proceso totalmente legal. Y esto fue así porque el Parlamento Británico, único depositario de la Soberanía Parlamentaria, atribuyó, como hemos señalado antes, la competencia para legislar al respecto al Parlamento Escocés. Teniendo claro esto se entiende ahora por qué una modificación radical de la situación de Gran Bretaña como la que puede derivarse del proceder diplomático de Johnson puede provocar que el Reino Unido termine, antes o después, por desaparecer como entidad política reconocible si movimientos políticos de envergadura son capaces de capitalizar el descontento generado por una mala salida del país de la Unión Europea, y lo convierten una fuerza que el Parlamento no pueda ser capaz de ignorar.