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El día que dejé de aplaudir

Antes de volverme al salón miré al cielo, pensé en la gente querida que se me ha ido últimamente e intenté imaginarme qué estarán pensando ellos de toda esta pantomima.

 

¿Qué fue de aquellos primeros días de aplausos y saludos entre vecinos que nunca hasta entonces se habían dicho ni buenos días? A las ocho p.m. era noche cerrada, ¿recuerdan? y los balcones se abrían para mostrar los salones iluminados, y los que sabían cantar, cantaban; y los que sabían tocar la guitarra, el violín o la trompeta regalaban al barrio las piezas más emotivas de su repertorio… Con los pianos la cosa se presentaba más difícil, menos para Elthon John, claro, que el 18 de abril hizo sacar el suyo al jardín para interpretar “I´m Still Standing” en el videoconcierto solidario “One World Togheter a Home”.

 

Las videollamadas terminaban poco antes de las ocho para salir a aplaudir y se continuaba con otras, minutos después. O con las mismas. Videollamadas y aplausos, dos rutinas nacidas en estos dos meses de reclusión. Aplausos para contrapesar el encanallamiento del ambiente político, la amoralidad de intentar sacar rédito en una situación de ansiedad, desorientación y desánimo colectivo. Videollamadas para conectar la vida, para reír, llorar, emborracharse, desearse…

 

Miedo a las once y media de la mañana, la hora diaria del parte de muertos, hastío con las polémicas políticas de cada jornada: que si las mascarillas, que si los tests, que si falta libertad, que si falta transparencia, que si pierdo dinero… daba igual que otros estuvieran perdiendo la vida.  Eso sí, a las ocho de la tarde, sin falta, a aplaudir. Hemos salido a los balcones una, dos, veinte, cincuenta veces, pero ¿en qué o en quiénes pensábamos cuando lo hacíamos? ¿de verdad estábamos agradecidos a los sanitarios?

 

No me lo creo, porque si eso fuera así, ¿cómo se entiende la grosería con ellos de sus propios vecinos, en unos casos acosándolos y en otros acusándolos de poner en riesgo a la comunidad? “Rata contagiosa”, ¿recuerdan?, llegaron a escribir con spray negro en el automóvil blanco de una doctora de las muchas miles que llevan desde marzo salvando vidas y jugándose la suya propia. Ni todos los aplausos del mundo, así duren hasta que finalice la pandemia, que no será así, compensan tamaño ultraje.

 

El miedo nos hace ridículos, patéticos, vulgares, nos pone frente al espejo de nuestra miserias aunque no queramos verlas, y nos recuerda nuestra vulnerabilidad. Y no lo soportamos. Eso sí, a las ocho a aplaudir, para luego seguir poniendo a parir al gobierno, encanallando el ambiente, peleándonos con alguien por videoconferencia o regando las redes de odio, tensión y mal rollo.

 

No tardaron en llegar las contraprogramaciones. Caceroladas primero desde el balcón y luego ya en la calle, desafiando la legalidad, pero también el sentido común. No queremos encierros, gritaban y gritan los mismos que echaban sapos y culebras por la boca cuando la consigna era denunciar que se había decretado tarde el Estado de Alarma. Libertad, libertad, libre comercio, libre circulación, braman los gamberros plagiadores de Trump, Boris Johnson y Bolsonaro.

 

Pongamos a parir al ministro, pongamos a parir a Fernando Simón, pero luego salgamos a las ocho a los balcones y pongamos a toda pastilla el “Resistiré”. Toda inercia tiene siempre fecha de caducidad, y me temo que se nos están acabando las ganas de seguir con esta. Cambió la hora y empezó a aplaudirse con la puesta de sol, y la intensidad disminuyó porque unos salían a correr, otros a pasear y otros a tocar las narices cacerola o palo de golf en mano para convertir una hora hasta entonces hermosa en un manojo de nervios inflamados por agravios imaginarios.

 

Porque cuando preguntas de qué se quejan ni siquiera se ponen de acuerdo entre ellos. Salvo en una cosa: van a reclamar siempre lo contrario de lo que decida el Gobierno de coalición, esos socialcomunistas a los que hay que echar cuanto antes de La Moncloa por lo civil o por lo militar. ¿Hay que seguir saliendo a a aplaudir?  ¿A quiénes? ¿a los sanitarios, a los que se curan, a los que se debaten entre la vida y la muerte, a las familias de los fallecidos en solidaridad con su desconsuelo?

 

Hace unos días ya que dejé de salir a aplaudir a las ocho de la tarde. La última vez que lo hice, antes de volverme al salón miré al cielo, pensé en la gente querida que se me ha ido últimamente e intenté imaginarme qué estarán pensando ellos de toda esta pantomima. No tenemos remedio y no saldremos mejores de esta, ni mucho menos. Lo único que nos salva o nos excusa es que para una situación así nadie contaba con manual de instrucciones previo, y es verdad que resulta difícil gestionar tanto desconcierto.

 

Venga, dejemos de aplaudir ya y hagamos algo práctico: vamos a destensar el ambiente de una vez, vamos a llevarnos mejor, ¿no? ¿Seríamos capaces de aparcar la rabia? Asumamos la única certeza que parece existir entre tanto suspense, que es que nadie tiene ni puñetera idea de lo que va a ser de nuestras vidas, que nadie sabe cuanto durará todo esto ni cómo demonios acabará.

 

Mi propuesta, menos aplausos y más empatía, sé de sobra que caerá en saco roto, pero por lo menos aquí la dejo.