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El muro de la Stasi

Si bien nos acordamos de y honramos a quienes lucharon contra el Nacionalsocialismo, ignoramos a quienes lo hicieron contra el Comunismo.

 

El 8 de noviembre de 1989 las grietas en el sistema político de la República Democrática Alemana (RDA) hicieron caer el Muro de Berlín. Aquella construcción de cemento y hormigón armado, que con el tiempo se erigió como una auténtica ‘franja de la muerte’, en su sentido más literal, no pudo contener la presión de la población de Berlín Oriental que ansiaba unirse a sus hermanos occidentales. La herida de la responsabilidad colectiva achacada a Alemania en 1945 podía empezar a cerrarse. Y las responsabilidades podían comenzar a ser depuradas. Nada sucedió como se esperaba. Pero lo cierto fue que tras la desaparición del ‘muro de la vergüenza’, la RDA no aguantó mucho más: fue disuelta oficialmente el 3 de octubre de 1990 y pasó a integrarse dentro de la República Federal de Alemania (RFA), la Alemania Occidental. Y fue a Gorbachov a quien los alemanes orientales tenían, si acaso, algo que agradecerle, pues sin la política de apertura implementada dentro de las fronteras de la URSS que, al trasladarse fuera de estas, eliminó la ‘Doctrina Brézhnev’ o ‘soberanía limitada’ de los estados satélite de Europa del Este, la RDA, así como el resto de dictaduras comunistas del entorno, podrían haber sobrevivido indefinidamente tanto como Moscú hubiera deseado patrocinar a los ‘stalincitos’ que ocuparon el poder cuando las divisiones del Stalin hicieron añicos las promesas de elecciones libres formalizadas en Yalta.

 

Ahora, treinta años después, y en plena era crepuscular para las libertades en la que nuevos y viejos totalitarismos se presentan como alternativas viables para sustituir al parlamentarismo, es ineludible hablar de la RDA, del Muro de Berlín y, por extensión, del Comunismo en Europa del Este. Porque si bien nos acordamos de y honramos a quienes lucharon contra el Nacionalsocialismo, ignoramos, relativizamos y ninguneamos a quienes lo hicieron contra el Comunismo. Lucha tanto más desesperada aún, por cuanto el Nacionalsocialismo fue derrotado tras la guerra suicida que había emprendido contra el resto de grandes potencias, mientras que el Comunismo pervivió en Europa medio siglo más, en un contexto de guerra fría que imposibilitó que nadie moviera un dedo por ayudarles, lo que sí había sido posible durante la guerra caliente contra los nazis. Guerra que fue ganada por los comunistas soviéticos a sangre y fuego, y que dejó, en su avance hacia Berlín, una de las violencias más espeluznantes y dantescas de cuantas se registraron en la época, que no fueron pocas: el asesinato y la violación de casi hasta dos millones de mujeres en Europa del Este y fuera de ella, particularmente alemanas, llevado a cabo por el Ejército Rojo, en una política claramente aprobada por las autoridades, como se desprende de la respuesta que el mismo Stalin dio a sus colegas yugoslavos cuando se quejaron de los sucesos: no había nada de malo en que los soldados ‘se divirtieran’ un poco. El que algunas de estas mujeres fueran reclusas judías esqueléticas supervivientes de los campos de exterminio nazis, que tras aguantar el terror pardo sucumbieron al terror rojo, descarta el móvil de la venganza contra los alemanes y hace recaer las causas en la violencia inherente al sistema comunista soviético. Jamás, en toda la Historia, ha habido un fenómeno de violencia en masa contra las mujeres superior a este.

 

El Terror y la violencia fueron los mimbres que se emplearon en la construcción del socialismo en Europa del Este y en Alemania en particular. Tras la creación del RDA el 7 de octubre de 1949, el modelo de la dictadura de Stalin se copió con rapidez. Walter Ulbricht, un comunista alemán duro, dogmático e inflexible, fue impuesto como dictador en el nuevo estado, quien a su vez sería sustituido por Erich Honecker en 1971, más pragmático pero igualmente implacable. Sabiendo, como sabían, los dirigentes de la RDA, que su país no era más que una construcción artificial (más incluso que los que lindaban con él), que no tenían apenas legitimidad popular y que debían su posición al apoyo de Moscú y a un terror sobre la población hábilmente organizado, se aseguraron por todos los medios de que el país jamás pudiera escapar a su control. No olvidaron nunca cómo estuvieron a punto de ser desalojados del poder el junio de 1953, cuando una sublevación que comenzó como una huelga en Berlín Oriental tuvo que ser sofocada por el Ejército Rojo ante la incapacidad de los líderes y de la policía de atajar la situación. A este fin se dotaron de un instrumento tan famoso como siniestro: el Ministerio para la Seguridad del Estado (Ministerium für Staatssicherheit) o STASI.

 

La STASI ha sido la policía política más eficaz que ha dado la Historia. Mucho más que su antecesora, la GESTAPO, de la que muchos miembros pasaron a colaborar con las nuevas autoridades, incluyendo miembros de las SS responsables de crímenes, a los que se les ofreció una ‘nueva oportunidad’. Baste un dato clarificador: mientras que la GESTAPO contaba sólo con 7.000 agentes para una población alemana que entonces rondaba los 66 millones, la STASI tuvo 91.000 agentes más 200.000 Inoffizieller Mitarbeiter (IM), colaboradores no oficiales, para una población de 16,4 millones. Dirigida en sus inicios por Wilhelm Zaisser, un comunista excombatiente de las Brigadas Internacionales en la Guerra Civil española, la organización o ‘la Compañía’, como también se la conocía, adquirió su estructura definitiva con Erich Mielke, quien fuera agente soviético alemán integrado dentro de la organización de la policía política del Frente Popular, también durante nuestra guerra civil, el Servicio de Información (SIM), creado por el socialista Indalecio Prieto.

 

La policía política germano-oriental ejerció un control asfixiante sobre los ciudadanos de Alemania Oriental, dentro de los proyectos de construcción de ‘socialistas perfectos’, el Homo Soviéticus, de cuyo fracaso magistralmente escribe Svetlana Aleksiévich. En base a la idea de que los caracteres adquiridos se asimilaban genéticamente, los comunistas se aplicaron en la creación de un ‘nuevo’ tipo de hombre que renunciara a sus intereses, pasiones e identidad individuales, para convertirse en el ‘individuo total’ que preconizó Marx, sin más identidad que la social-colectiva. Un proceso que, como acertadamente ha descrito Anne Applebaum, exigió una ingeniería social portentosa que combinó Propaganda y Terror. Un Terror diseñado específicamente para aniquilar la identidad individual del sujeto y disolverlo en la colectividad, despojándolo capa a capa de todo aquello que le caracterizaba como ser humano. Fue lo que la STASI denominó Zersetzung o ‘Descomposición’, método por el cual se arrebataba a la víctima de toda posibilidad de promoción social, de su empleo, de su casa, de su pareja, de sus amistades, de su familia y, finalmente, de su vida, por cuanto muchos de los objetivos de la ‘descomposición’ se veían abocados al suicido, no contenido nunca dentro de las estadísticas de ejecuciones oficiales. Anna Funder, en su escalofriante Stasisland, traza un relato veraz y crudo de esta realidad, que variaba en intensidad y características de un caso a otro. Pero el denominador común era el mismo: destruir y someter a aquellos que no se acomodaban a los moldes del régimen. 

 

Cuando cayó el Muro y, con él, los restos de la esquizofrénica visión del ‘nuevo’ hombre soviético, millones de expedientes salieron a la luz para relatar la verdad. La STASI había mantenido vigilados a muchos de sus conciudadanos por medio de las personas más cercanas: parejas, hijos, padres, compañeros de trabajo… Millones de relaciones que se revelaron basadas en la mentira, como de manera sincera pero rigurosa expone Timothy Garton Ash en El Expediente. Una historia personal. Pero detrás de todo esto estuvieron las torturas, los interrogatorios maratonianos con privación de sueño hasta agotar al sujeto y, no debe olvidarse, las cientos de ejecuciones de personas que intentaron cruzar el Muro, que no dejó más opción a otros que construir túneles bajo tierra para tratar de guiar a los desesperados que habían agotado todas sus reservar de aguante hacia Berlín Occidental, en un fascinante episodio del que Los túneles, de Greg Mitchell sigue siendo, hoy por hoy, la mejor crónica. 

 

Ahora, algunos políticos importantes, como Julio Anguita o Pablo Iglesias, consideran que la caída del Muro de Berlín y la desaparición de la Unión Soviética fue una ‘tragedia’. Pueden preguntárselo a las aproximadamente 70.000 víctimas ejecutadas por el régimen comunista de la RDA, o a los cerca de 60 millones de asesinados en la URSS, que ya, en sepulturas dignas o en fosas comunes que superan, con mucho, a las que ellos reclaman abrir en España, no podrán hablar nunca más. En este día, 9 de noviembre de 2019, estamos obligados a recodar qué había detrás del Muro, qué ha sido y es el Comunismo (una ideología criminal que ha dejado millones de muertos) y que deber de todos aquellos que aprecien la libertad como la más elevada de las metas del Estado de Derecho es recordar y no olvidar jamás que, tras la tiranía del Nacionalsocialismo, Europa hubo de padecer la del Comunismo, de mucha mayor envergadura y duración. Fue John F. Kennedy quien pronunció ante el Muro que hoy cae de nuevo, como cayó hace treinta años, un alegado que aún en estos momentos, permanece en la memoria de todos: ‘No falta quien no entiende o pretende no entender qué se juega entre el comunismo y el mundo libre. Que vengan a Berlín. Otros afirman que el futuro es el comunismo. Que vengan también a Berlín’.