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El pequeño Danny

La universidad de Michigan Cornell alquiló una casa palacio muy cerca de mi restaurante, en la calle Zaragoza, la llamada Casa de Santa Teresa.

 

Ya hace bastantes años. Creo que fue en 1985. La universidad norteamericana de Michigan Cornell alquiló una casa palacio muy cerca de mi restaurante, en la calle Zaragoza, la llamada Casa de Santa Teresa, pues en una lápida que aún existe en su zaguán, se cuenta que allí fundó Santa Teresa de Jesús su primer convento en Sevilla.

 

La casa fue adaptada como una especie de colegio mayor para una veintena de estudiantes estadounidenses que vinieron a hacer un curso a Sevilla. Fueron dos años y, en el primero de ellos, Ben, el director, se puso en contacto conmigo para llevarles a diario la comida. Su intención era que los chavales comiesen como si fuesen españoles; garbanzos, lentejas, gazpacho, pollo al ajillo… Comida casera al cien por cien. La única concesión fue que le llevásemos cinco litros de refrescos al día.

 

La casa es muy grande. Tiene una vistosa fachada que da a la calle Zaragoza y otra trasera, menos monumental, en la calle Padre Marchena, en la que estaba la puerta trasera por la que, a diario, les llevábamos la comida en una gran cacerola.
Ben también contrató a un matrimonio de confianza de los propietarios del caserón. El marido se ocupaba del mantenimiento y la esposa –Antonina— de lo más doméstico. Ella recepcionaba el condumio y se lo iba apartando a los estudiantes según iban llegando de las clases. Era como su segunda madre en España, como la gallina que arropa y cuida a sus polluelos.

 

A las chicas les faltó tiempo para apuntarse a clases de sevillanas y agenciarse trajes de flamenca; prestados, alquilados o comprados. Conforme se iba acercando la primavera más se iban “sevillanizando” los yanquis. Se integraron a la perfección. Era curioso observar cómo iban impregnándose de las costumbres y el acento sevillano. Algunos soltaban tacos con más naturalidad y gracejo que los locales, con las consiguientes broncas de Antonina, cariñosas, eso sí. ¡Niño, eso no se dice! El favorito fue ¡coño!

 

Recuerdo que una vez, en el día de Acción de Gracias, fueron ellos los que nos prepararon la cena (el típico pavo y sus guarniciones) y nos invitaron. Prepararon la mesa en el espléndido comedor de gala con chimenea de la primera planta. Fue algo emotivo y enriquecedor. Los recuerdo con mucho cariño. Algunos volvieron al cabo de los años, incluido Ben, el director.

 

Cada chico y cada chica eran diferentes. Los había más extrovertidos y más retraídos y, entre estos últimos, destacaba Danny, el más joven y más tímido, pero ahí estaba la “mamá” Antonina para cuidarlo y darle calor.
Danny no volvió a mi restaurante, pero, con el paso del tiempo, sí que volvimos a tener noticias de él, porque se convirtió en alguien muy conocido: ni más ni menos que en Dan Brown, el autor de “El Código da Vinci”, del que se han vendido más de ochenta millones de ejemplares en todo el mundo.
Quién me lo iba a decir.