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El supremacismo cultural de los luditas. Corporativismo y miedo a la libertad (I)

No se trata de ignorar los posibles peligros, sino de abordarlos con rigor y datos, no con miedos infundados o prejuicios ideológicos.

Hay en España determinados grupos de intelectuales que se están manifestando de hecho como defensores del «mundo antiguo» al resistirse a los cambios sociales y tecnológicos que definen el siglo XXI. Lejos de ser verdaderos críticos del avance, se comportan como unos luditas contemporáneos: reaccionarios ante cualquier innovación que amenace el orden tradicional. Pero no son sólo detractores de la tecnología, sino que, detrás de sus discursos, se esconde un corporativismo rígido que intenta mantener su hegemonía a costa del progreso social. Su resistencia, además de irracional, denota un miedo profundo a la libertad que trae consigo la tecnología y una carencia de datos suficientes para abordar de manera holística lo que representa la nueva era de la ilustración tecnológica.

El humano en un ser creativo que construye y adapta y que destruye, pero que no es capaz de crear, ni de transformar lo que representa la esencia del universo del que nosotros y todo lo que nos rodea forma parte: la energía. Si aceptamos esta premisa, el hombre es incapaz de transformar su naturaleza por lo que el peligro de la deshumanización al que se refieren los luditas es una distopía que vende libros pero que no es viable. Además, la singularidad es otro mito inalcanzable porque la Inteligencia Humana dispone de dos conciencias, la objetiva o de acceso, la que aborda la acumulación de datos que sí sería superable por la Inteligencia Artificial, y la subjetiva o fenoménica, que es innata de cada uno de los seres humanos y por lo tanto ni siquiera emulable por una IA puesto que permanentemente están naciendo y desapareciendo conciencias subjetivas, por lo que no habría algoritmo capaz de disponer de los datos necesarios para ello.

En el convulso panorama político y socioeconómico actual, emerge la figura del ludita moderno. No es el obrero que destruyó máquinas temiendo perder su sustento en el siglo XIX, sino una clase de intelectuales que, bajo la bandera de la preservación de un pasado que pretenden idealizar, se opone férreamente a la innovación tecnológica. Estos «luditas ilustrados», con posiciones cercanas al corporativismo y con una comprensión limitada de la ciencia y la tecnología, son los nuevos detractores del progreso. Defienden, no ya los derechos laborales o el bienestar social, sino una visión del mundo arcaica, llena de miedos, prejuicios y resistencias. Su actitud no sólo pone en peligro el desarrollo económico, sino también la capacidad de nuestra sociedad para adaptarse a la nueva era tecnológica que ya está en marcha y niegan el posible empoderamiento que las tecnologías emergentes podrían ofrecer a una nueva clase media a la que se podría acceder más por el potencial cognitivo de las personas que por la capacidad económica propia o de su entorno. Los luditas son catastrofistas y polarizadores de la realidad a los que el diálogo propio de una visión holística de la misma no les interesa porque su discurso está basado en obviedades que intentan elevar a la categoría de verdades ilustradas.

 

La pugna por el control del discurso

Como en otros momentos de la historia, la lucha por el control del discurso público es hoy bastante intensa. Los luditas intelectuales buscan moldear las narrativas, lo que ellos mismos denominan los relatos, sobre la tecnología y el progreso desde una posición de autoridad moral y, en algunos casos, desde un poder político o académico. Sin embargo, detrás de sus discursos grandilocuentes y formalmente eruditos, se esconde una profundo deficit de conocimiento científico y un miedo casi irracional a los cambios que están transformando la sociedad a pasos agigantados.

El filósofo italiano Antonio Gramsci introdujo el concepto de monstruos” en un contexto de crisis histórica, cuando lo viejo no termina de morir y lo nuevo no acaba de nacer. En este escenario, los «monstruos» gramscianos a los que nos enfrentamos en la actualidad serían los luditas que defienden el mundo antiguo, resistiéndose a las innovaciones que intentan transformar profundamente la economía, el trabajo y las relaciones sociales. Lo más preocupante de este atrincheramiento es que no se basa en una crítica auténtica e informada de los riesgos y desafíos de la tecnología, sino en la ausencia de un conocimiento holístico que raya en la irresponsabilidad social.

 

El corporativismo como herramienta de resistencia

El corporativismo ha resurgido en este contexto como una herramienta para estos nuevos luditas. Se trata de un sistema en el que los intereses de ciertos grupos profesionales, principalmente aquellos que han dominado el espacio académico y el discurso intelectual durante décadas, prevalecen sobre los intereses generales de la sociedad. Estos grupos, a menudo bien posicionados en instituciones clave, protegen sus intereses y los de sus colegas aliados, bloqueando el acceso a nuevas ideas y enfoques que podrían poner en jaque su hegemonía.

Este corporativismo se manifiesta de varias maneras: en la resistencia a la actualización de los planes de estudio en las universidades, en la oposición a políticas de tecnologización que transformen los procesos productivos, y en la descalificación constante de avances tecnológicos que no logran comprender en su profundidad. No es raro escuchar a estos autoproclamados defensores de la «humanidad» hablar de los peligros de la inteligencia artificial, de la realidad inmersiva, del big data, o de la automatización, sin aportar datos contrastados o propuestas viables para gestionar los riesgos que, efectivamente, pueden conllevar estas tecnologías.

Detrás de esta postura culturalmente supremacista, se esconde un miedo profundo a la libertad. Esta libertad que no es sólo la del individuo para decidir su futuro, sino también la de la sociedad para avanzar hacia un modelo basado en el conocimiento y la tecnología. Los luditas modernos, como los de antaño, no temen tanto a las máquinas como a la pérdida de su estatus en un mundo donde el conocimiento y la innovación están democratizándose a una velocidad nunca antes vivida.

 

El miedo a la libertad y la intransigencia ante un progreso más inclusivo y sostenible

Este miedo a la libertad, al cambio y a la innovación es uno de los motores que impulsan la intransigencia de los nuevos luditas. Es un miedo que se basa en la percepción de que, en un mundo donde el conocimiento tecnológico es accesible para un número cada vez mayor de personas, su influencia y control sobre la sociedad disminuirán. La tecnología, lejos de ser únicamente un conjunto de herramientas, es un elemento de empoderamiento que permite a los individuos y a las sociedades alcanzar mayores niveles de autonomía y desarrollo.

Pero ese miedo a la libertad también es un miedo a la incertidumbre. En la medida en que las tecnologías emergentes, como la inteligencia artificial, la robótica o la computación cuántica, son difíciles de prever en cuanto a su impacto, estos intelectuales optan por rechazar el cambio en lugar de participar activamente en su modelado. Dicho rechazo se ampara en un discurso que exalta los valores del pasado, pero que en realidad esconde una profunda inseguridad respecto al futuro.

En lugar de abrazar la libertad que trae consigo la nueva ilustración tecnológica, los defensores de la resistencia se atrincheran en el pasado. El mundo antiguo, que en muchos casos asocian con una estabilidad ilusoria, se convierte en su refugio, pero el problema es que este refugio es insostenible. Las fuerzas del progreso no se detendrán, y aquellas sociedades que no sean capaces de adaptarse a los nuevos tiempos quedarán irremediablemente rezagadas en la carrera global por la competitividad y el bienestar.

Este miedo no es nuevo. En cada revolución tecnológica, desde la imprenta hasta la era digital, ha habido resistencia por parte de aquellos que ven amenazados sus privilegios. Sin embargo, la IA y las tecnologías cuánticas no son amenazas, sino herramientas que, gestionadas adecuadamente, pueden abrir nuevos horizontes positivos para la humanidad y aquí es donde los sectores de la educación, la sanidad y la cultura juegan un papel clave.

La insaciable levedad de los luditas modernos, atrapados en su propio miedo y corporativismo, no solo representa una resistencia al progreso, sino también una traición a los principios fundamentales de una sociedad libre y abierta. Al oponerse a la tecnología sin argumentos sólidos, están limitando las oportunidades de millones de personas para mejorar sus vidas y su bienestar.

La nueva era de la ilustración tecnológica no es un futuro lejano, es una realidad presente que está transformando nuestras vidas de manera que aún no somos capaces de comprender completamente. La cuestión no es si debemos aceptar esta realidad, sino cómo podemos gestionarla para el bien común. Para ello, es fundamental que abandonemos los miedos infundados y abracemos la libertad que trae consigo el conocimiento, la ciencia y la innovación. Sólo entonces podremos enfrentarnos a los desafíos del futuro con confianza y determinación.

Esto implicaría, por supuesto, un debate serio y profundo sobre los riesgos asociados con estas tecnologías. No se trata de ignorar sus posibles peligros, sino de abordarlos con rigor y datos, no con miedos infundados o prejuicios ideológicos. Asimismo, es necesario que los gobiernos, las empresas y los ciudadanos se involucren activamente en la creación de una acción política que permita un desarrollo tecnológico inclusivo y sostenible.

 

La irresponsabilidad social de los «luditas ilustrados»

Uno de los aspectos más alarmantes de esta resistencia al cambio es la irresponsabilidad social que conlleva. En lugar de promover ese debate informado y constructivo sobre las implicaciones de las nuevas tecnologías, los luditas activos se dedican a sembrar miedo y desinformación. No solo exageran los riesgos de la tecnología, sino que ignoran deliberadamente sus beneficios, particularmente para aquellos sectores de la sociedad que podrían beneficiarse más de ella.

Esta irresponsabilidad social se manifiesta en múltiples frentes. Primero, en la falta de propuestas viables para abordar los problemas reales que plantea la tecnología. Es cierto que la automatización puede tener un impacto en el empleo y que la inteligencia artificial plantea dilemas éticos complejos. Sin embargo, la solución no es frenar el progreso, sino trabajar en políticas que permitan gestionar estos cambios de manera inclusiva, justa y equitativa. Al rechazar cualquier avance sin ofrecer alternativas, los luditas condenan a amplios sectores de la sociedad a la inacción y la parálisis.

En segundo lugar, su actitud también refleja una falta de visión a largo plazo. Al centrarse exclusivamente en los riesgos inmediatos, ignoran las oportunidades que las tecnologías emergentes pueden ofrecer en términos de crecimiento económico, mejora de la calidad de vida de la ciudadanía y solución de problemas globales como el cambio climático o la escasez de recursos. La innovación tecnológica, correctamente gestionada, es una herramienta poderosa para enfrentar estos desafíos pero los luditas, cegados por el corporativismo y la a ersión al riesgo, se niegan a considerar esta posibilidad.

 

La nueva era de la ilustración tecnológica: un desafío y una oportunidad

Lejos de lo que los críticos más acérrimos puedan pensar, estamos inmersos en una nueva era de la ilustración tecnológica que tiene el potencial de transformar nuestras sociedades de manera profunda y positiva. Así como la ilustración del siglo XVIII rompió con las cadenas del oscurantismo y el dogmatismo, la actual revolución tecnológica nos ofrece la posibilidad de liberarnos de muchas de las limitaciones que hasta ahora han condicionado nuestra existencia.

Las tecnologías emergentes tales como la inteligencia artificial, la biotecnología, o la computación cuántica, ya están revolucionando sectores tan diversos como la medicina, la energía o el transporte. Estas innovaciones disruptivas prometen no sólo aumentar la eficiencia y reducir los costes, sino también ofrecer soluciones a problemas que hasta ahora parecían irresolubles. Pero para que esta nueva ilustración cumpla su promesa, es necesario que las sociedades estén dispuestas a aceptarla y también a gestionarla de manera responsable y sostenible.

Esto implica, por supuesto, un debate serio y profundo sobre los riesgos asociados a estas tecnologías. Como ya hemos comentado, no se trata de ignorar los posibles peligros, sino de abordarlos con rigor y datos, no con miedos infundados o prejuicios ideológicos. Asimismo, es necesario que los gobiernos, las empresas y los ciudadanos se involucren activamente en la creación de políticas que permitan un desarrollo tecnológico que sea inclusivo y sostenible.