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En defensa de la universidad pública

Lo que está en juego en la universidad es la autonomía del pensamiento. Si la universidad cae, la sociedad perdería su capacidad de pensarse a sí misma.

La confrontación entre universidades públicas y privadas no responde, como se suele afirmar, a una competencia leal por ofrecer una mejor formación académica sino que se trata de una disputa ideológica de calado en la que se enfrentan dos visiones radicalmente distintas de la educación, del conocimiento y del papel de la universidad en la sociedad. Por un lado, las universidades públicas, con una vocación crítica, inclusiva y transformadora, o sea, de inmersión y dinamización cultural, y por el otro, las universidades privadas, no pocas de las cuales se configuran como dispositivos del mercado orientados a la producción de capital humano para el sistema económico vigente, no en vano buena parte de ellas están hoy en manos de fondos de inversión.

No se trata de idealizar un modelo ni demonizar al otro, sino de reconocer que estamos ante una tensión estructural y profunda. Como ya advertía Noam Chomsky: El objetivo de la educación no debería ser simplemente producir gente capaz de servir al sistema, sino personas que sepan cuestionarlo” (Understanding Power, 2002). Bajo esta premisa, la universidad pública aún resiste, mientras la privada se adapta y, en muchos casos, se subordina.

 

La función originaria de la universidad: pensamiento, cultura y emancipación

Desde sus inicios, la universidad fue concebida como un espacio de autonomía intelectual. La universidad medieval, aunque subordinada a la Iglesia, dio los primeros pasos hacia la libre investigación y el debate. Ya en la modernidad, con el proyecto ilustrado, se consolidó su papel como centro de cultura crítica. El modelo humboldtiano alemán sintetiza esta visión: la universidad no forma sólo profesionales, sino ciudadanos pensantes. El propio Humboldt lo expresó con claridad: El fin último del ser humano es la formación más elevada y proporcionada de sus fuerzas como un todo”.

El filósofo español José Luis Villacañas argumentaba que la universidad moderna nace del cruce de dos necesidades: la del Estado que quiere racionalizar su burocracia, y la de la sociedad que exige emancipación cultural” (La revolución pasiva de la universidad, 2013). En esta tensión inicial ya se vislumbra el conflicto actual, y por eso la universidad pública, inspirada en este ideal, debe escapar de las presiones que buscan convertirla en un simple apéndice del mercado.

 

El avance del neoliberalismo y la mercantilización del conocimiento

Desde la década de 1980, el neoliberalismo ha transformado profundamente las instituciones públicas, incluyendo las universidades, introduciendo la lógica de la eficiencia”, la rendición de cuentas” y la productividad” e imponiendo una gestión empresarial sobre lo que antes era una institución académica. David Harvey, uno de los principales teóricos del neoliberalismo, señalaba que el conocimiento se ha vuelto una mercancía sujeta a las reglas del mercado” (Breve historia del neoliberalismo, 2005). En ese marco, las universidades públicas han comenzado a ser vaciadas, mientras que las privadas se presentan como modernas”, flexibles” y adaptadas al mundo laboral”.

Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron advirtieron sobre este fenómeno en los años 70 del siglo pasado,. En La reproducción (1970), explicaron cómo el sistema educativo no sólo transmite conocimientos, sino que reproduce las estructuras de dominación social. Bourdieu sostenía que el sistema escolar contribuía poderosamente a la reproducción de las estructuras sociales al legitimar las desigualdades preexistentes mediante la aparente neutralidad del mérito académico. La educación no es neutral, sino un instrumento de reproducción social. Las élites educan a sus herederos, mientras el resto es entrenado para servirles.

Como ya dijo Ortega y Gasset en «Misión de la Universidad» (1930):  «La Universidad debe ser el lugar donde se enseña a dudar, a pensar, a no aceptar dogmas. Su función no es adiestrar, sino iluminar”. Este modelo se ha venido considerando en Europa durante la segunda mitad del siglo XX como uno de los pilares del estado de bienestar que garantizaba el acceso universal a la formación y la cultura y la producción de conocimiento al servicio del interés común.

El filósofo esloveno Slavoj Žižek lo resumía así: «El neoliberalismo no quiere abolir lo público; quiere que funcione tan mal que la gente demande su privatización”.

 

El vaciamiento por asfixia financiera de las universidades públicas como estrategia ideológica

La crisis de la universidad pública no es un accidente, sino el resultado de una estrategia deliberada que busca debilitar lo público para favorecer lo privado. Naomi Klein, en su obra La doctrina del shock (2007), expuso cómo el neoliberalismo se aprovecha de momentos de crisis o shocks” para imponer reformas regresivas. En el caso universitario, los recortes presupuestarios, la precarización docente y la sobrecarga burocrática cumplen esa función.

Boaventura de Sousa Santos, sociólogo portugués que ha trabajado intensamente con universidades latinoamericanas, lo explica así: La universidad pública es hoy objeto de una doble presión: la del mercado, que la quiere convertir en empresa; y la del Estado, que la quiere controlar burocráticamente. Ambas presiones debilitan su función crítica” (La universidad en el siglo XXI, 2005).

Pero, no se trata sólo de reducir fondos, es un proceso más profundo que implica desprestigiar lo público, promover rankings internacionales que desfavorezcan a las universidades públicas al no medir criterios sociales o culturales, imponer evaluaciones que priorizan lo cuantitativo, y fomentar la deserción mediante requisitos excluyentes. Como señala el economista francés Thomas Piketty: La desigualdad en el acceso a la educación superior es uno de los mecanismos más poderosos de reproducción de las élites” (El capital en el siglo XXI, 2013).

 

La universidad pública como herramienta para el ascenso social y la transformación de la sociedad

Pese a las dificultades, la universidad pública sigue siendo uno de los pocos espacios donde se articula una verdadera posibilidad de ascenso social. Incluso en casos como el de América Latina, la gratuidad y los programas de inclusión han permitido que millones de jóvenes de sectores populares accedan a carreras universitarias, cambiando el destino de sus familias y colaborando al desarrollo de sus países. Algunas experiencias, como las de la Universidad de Buenos Aires (UBA), de la UNAM en México o de la Universidad de São Paulo, han demostrado que es posible combinar excelencia académica, producción científica y compromiso social. No es casualidad que estas universidades sean blanco constante de ataques políticos y campañas de desprestigio.

En palabras de Paulo Freire: La educación no cambia el mundo, cambia a las personas que van a cambiar el mundo” (Pedagogía del oprimido, 1970). Esta idea es la que orienta muchas experiencias de educación pública comprometida con la justicia social. La universidad pública, cuando mantiene su autonomía y sentido crítico, puede ser un actor clave en la construcción de sociedades más equitativas.

 

Universidades privadas: una educación para las élites

Su financiamiento depende de matrículas costosas, lo que las convierte en un negocio y la educación en un privilegio de clase. Las universidades privadas han crecido en muchos países al calor del desfinanciamiento de lo público y del discurso meritocrático. No todas son iguales: algunas, especialmente confesionales o con tradición académica, han hecho aportes importantes. Pero muchas otras operan como empresas educativas cuyo objetivo principal es el lucro. Como sostiene Noam Chomsky:  «La educación privatizada entrena a la gente para obedecer, no para desafiar. Es un modelo de adoctrinamiento, no de libertad intelectual”

En muchos casos, las universidades privadas cristalizan la lógica de ofrecer una formación adaptada al mercado, orientada a resultados cuantificables, y centrada en carreras que prometen alta empleabilidad. No es casual que muchas de ellas ofrezcan carreras en áreas como administración de empresas, marketing, finanzas o ingeniería, mientras reducen la presencia de humanidades tales como filosofía, historia, sociología o arte. No es casual que en Europa las escuelas de negocios estén en el origen de algunos proyectos de universidades privadas.

Como denuncia el pedagogo Henry Giroux: La universidad se ha convertido en una máquina de producción de trabajadores dóciles para un capitalismo autoritario” (Neoliberalismo y la guerra contra la educación superior, 2014). La educación superior deja de ser un derecho y se convierte en un privilegio. Lo que se compra no es sólo un título, sino una red de contactos, una pertenencia de clase, un acceso exclusivo a los espacios de poder.

Estas universidades no están pensadas para transformar la realidad, sino para adaptarse a ella. Como señala el filósofo argentino Ricardo Forster, forman peones ilustrados para el sistema”, profesionales entrenados para gestionar lo existente, no para imaginar lo nuevo. Su pedagogía tiende a la homogeneización, a la eficiencia y al rendimiento individual. La dimensión ética, política o comunitaria queda relegada.

 

El desafío de defender la universidad pública entre todos al tratarse de un bien común

La defensa de la universidad pública no debería ser sólo una tarea de los universitarios dado que es un asunto de toda la sociedad. Como bien común, la universidad representa uno de los pocos ecosistemas donde aún es posible pensar críticamente, imaginar alternativas, construir conocimiento no subordinado al mercado.

Franco Bifo” Berardi, filósofo italiano, señalaba: Lo que está en juego en la universidad es la autonomía del pensamiento. Si la universidad cae, la sociedad pierde su capacidad de pensarse a sí misma” (La fábrica de la infelicidad, 2003).

Por eso, la lucha por la universidad pública es también una lucha cultural. Supone disputar sentidos, denunciar las lógicas privatizadoras, defender la gratuidad, promover el acceso universal, y revitalizar actualizándolo el vínculo entre universidad y sociedad.

El discurso predominante hoy busca la defensa de la eficiencia frente a la equidad, promoviendo la idea de que las universidades privadas son «más eficientes» porque operan como empresas. Pero, ¿eficientes para qué, dado que no miden su éxito en aportes a la sociedad, sino en tasas de empleabilidad y rentabilidad?

Como denunció Martha Nussbaum en «Sin fines de lucro» (2010): «Cuando la educación se reduce a formación técnica, perdemos la capacidad de pensar en justicia, democracia y solidaridad”. Las universidades públicas son estigmatizadas como «antiguas» o «ideologizadas», cuando en realidad representan los escasos lugares donde aún se discute sobre el modelo de sociedad.

En España, con el respaldo de todo el espectro ideológico del país, estamos cayendo en el enorme error de configurar un modelo de segmentación educativa que dejaría sin razón de ser a las universidades públicas:   

  • Universidades privadas para las élites, para la formación de líderes empresariales y políticos.
  • Formación profesional para las clases medias y trabajadoras como mano de obra cualificada.
  • Universidades públicas marginales dedicadas a carreras poco rentables mercantilmente, tales como humanidades y ciencias básicas.

Este modelo acabará destruyendo el ascensor social propio del estado del bienestar, tal como advierte el economista Thomas Piketty, dado que cuando la educación deja de ser equitativa, la desigualdad se hereda.

No basta con resistir de forma defensiva frente al avance privatizador; tampoco es suficiente con reivindicar la historia o los logros pasados de la universidad pública. Lo que hoy se necesita con urgencia es suficiente inteligencia creativa para imaginar una reinvención activa, crítica y comprometida la misión social, cultural y política de la universidad. Esto implica repensar la universidad como un proyecto colectivo, inclusivo y abierto a la diversidad, conectado con las aspiraciones populares, enraizado en los territorios, y al mismo tiempo capaz de producir conocimiento emancipador y de alta calidad.

La defensa de la universidad pública debe superar el marco meramente institucional o gremial para convertirse en una causa ciudadana y civilizatoria que convoque a estudiantes, docentes, trabajadores, movimientos sociales, científicos, artistas, periodistas y otras comunidades, porque todos tienen algo que decir y algo que aportar al futuro de un conocimiento libre y comprometido con la sociedad.

Como concluye Boaventura de Sousa Santos: O defendemos la universidad pública como lugar de producción de saberes plurales y emancipadores, o estaremos renunciando a uno de los pocos espacios donde aún es posible pensar utopías, imaginar futuros y ejercer la democracia en serio” (La universidad en el siglo XXI: para una reforma democrática y emancipadora, 2005).

La pregunta es clara y urgente: ¿queremos universidades al servicio de la vida y del pensamiento libre, o fábricas de peones ilustrados al servicio del mercado? De la respuesta que demos a esta pregunta dependerá no solo el destino de nuestras universidades, sino el tipo de sociedad que seamos capaces de construir.

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