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Expropiar los símbolos a la sinrazón de las emociones

Los sentimientos de cada uno de nosotros hacia cualquier simbología nacional deberían pasar a formar parte de nuestro acervo personal.

 

Vivimos una época convulsa que requiere el ejercicio de la razón y el aislamiento de la sinrazón, y el mundo tras la pandemia nos ofrece una buena oportunidad para abordar este reto con lucidez y realismo, fijándonos unos objetivos prácticos alcanzables a corto y medio plazos. 

Deberíamos perseguir la conciliación con los símbolos de la nación desde la óptica de la razón, compartiéndolos entre conservadores, liberales y progresistas, y expropiándoselos a los populismos ultramontanos para sustraer los efectos de una errática percepción ciudadana por su acaparación exclusiva y excluyente para la manipulación de las emociones. Los sentimientos de cada uno de nosotros hacia cualquier simbología nacional deberían pasar a formar parte de nuestro acervo personal.

Ha llegado el momento de que nos hagamos un “Carrillo”, diferenciando, de una vez por todas, lo importante de lo accesorio, siendo lo primero el ecosistema en el que convivimos y lo segundo el nombre del espacio y una simbología que suele emocionar motivando sentimientos idolátricos. En abril de 1977, casi dos años antes del referéndum sobre la Constitución de diciembre de 1978, el líder del PCE asumió para su organización la bandera bicolor y lo hizo, según manifestó públicamente, para facilitar el proceso de transición hacia la democracia; nosotros deberíamos hacer lo mismo hoy para elevar a categoría de normal lo que desde hace más de cuatro décadas lo es en nuestras normas legales.

El uso timorato por muchos progresistas del término España, sustituyéndolo generalmente por el de “Estado español”, hace tiempo que ha quedado obsoleto; en el pasado se justificaba porque era una manera de apostar por el estado autonómico, pero esto hoy suena hasta ridículo por lo fuera de lugar que resulta. Cuando viajamos al exterior, a ninguno se nos ocurre contestar si nos preguntan de dónde somos o de dónde venimos, que somos o venimos del Estado español, siempre diremos que de España, y como mucho acompañaremos a esa respuesta con una ubicación más concreta sobre nuestra autonomía, o incluso la provincia. Otra cosa no sería comprensible en este caso para el interlocutor de turno.

Pues bien, esto que es normal cuando uno está fuera de su país, no tiene sentido a estas alturas que no lo sea cuando estás dentro, salvo que quieras padecer un tipo de esquizofrenia basada en unas emociones desconocidas por las generaciones más jóvenes y que hoy dividen mucho más de lo que aportan. Se trataría de que se impusiera la fuerza de la razón por encima de la percepción de los sentimientos, para cerrar de una vez por todas el proceso de conciliación con la simbología nacional. 

Durante décadas, la bandera tricolor y el himno de Riego constituían un gesto de rebeldía antifranquista, pero tras varias generaciones después de desaparecido el dictador, no tiene sentido seguir viviendo un sueño romántico con algo que entonces tenía un enorme valor simbólico, pero que hoy sólo es lo que es: parte de una historia de amor para unos, y de odio, para otros, pero sobre todo un capítulo del pasado que en ningún caso volverá a emitirse tal cual.

Hay que rectificar y, además, hay que hacerlo lo antes posible. El monstruo autoritario está manipulando los sentimientos y las emociones de los ciudadanos y la símbología naciomal constituye el elemento primordial en torno al cual giran sus estrategias. Si se la expropiamos, acabando con su monopolización, todo lo que viniera después seguro que sería positivo para la ciudadanía y, quién sabe, tal vez hasta desaparecerían al desproveerles de la flauta de Hamelín que les sirvió para captar a más de 3.6 millones de electores en España en noviembre de 2019.

Transcurridos casi medio siglo desde la vuelta de la democracia a nuestro país, hay mitos y complejos que aún siguen vigentes en la mente de no pocos españoles. Estar todo el día gritando en el muro de las lamentaciones progresistas: “ven, tricolor, ven” o “ven Riego, ven”, resulta absurdo, además de inviable y ya no significarían lo mismo aunque en un distópico escenario de advenimiento de otro modelo de la jefatura del estado se procediera a un cambio de los símbolos, dado el desarraigo de los mismos por parte de las nuevas generaciones para las que carecen de valor sentimental alguno

No voy a entrar en el origen y la historia de la simbología nacional, actual o histórica, ni del nombre de España asociado a una nación, eso correspondería hacerlo a expertos en la materia, pero sí en la realidad del mundo en el que nos movemos hoy y, muy especialmente, en lo negativo que representa para seguir avanzando en la conquista de las libertades y la equidad que algunos grupos como VOX exclusivicen la simbología de la nación asociándola a un patrioterismo rastrero y casposo y a un negativo nacionalismo españolista que discrimina entre buenos y malos compatriotas y nos traslada a épocas que donde mejor están es en el baúl del olvido.

Pienso que conciliar es lo mejor que nos ha pasado a los españoles en el último siglo. Avancemos pues en ese camino, seamos prácticos en el contexto histórico de la era de las nuevas tecnologías y de la ilustración sostenible, aparquemos las utopías materializadas en unos símbolos que no volverán a ser y recorramos de la mano todos los demócratas la senda de la racionalidad y el bienestar general de la ciudadanía.

Acabar con la polarización y el confrontamiento basado en la intolerancia hacia los diferentes, a los que consideran sus enemigos, y con la falta de respeto a las instituciones, en las que más que participar lo que buscan es tomarlas por asalto, tal como hizo QAnon con el Congreso de los Estados Unidos, es un objetivo de todos que exige una hoja de ruta cuyo comienzo no admite demora alguna.

Más allá del esfuerzo de actualización que nuestras mentes individuales y colectivas requieren para adaptarnos a una realidad que corre vertiginosa ante nosotros, habría que desprenders de los mitos y los complejos de la izquierda y la derecha que representan un verdadero lastre para avanzar. Es más, los populismos de ambos lados del péndulo son los menos interesados en que desaparezcan ya que para dinamizar la emotividad sobre la que se implementa su estrategia política, les es fundamental sostener dichos mitos y complejos que asocian a su propio grupo ideológico o al del enemigo.

Aunque en mi filosofía de vida no hay espacio para banderas, ni cualquier otro tipo de simbología limitante para las relaciones entre los seres humanos, sin embargo, estoy convencido de que hoy es imprescindible coadyuvar estratégicamente para acabar con la percepción social de algunos ciudadanos de la exclusividad sobre el término España y la bandera roja y gualda como parte del patrioterismo de pulsera, sustrayéndolos de las garras de su uso como arma arrojadiza que causa tantas divisiones innecesarias y que no aporta más que ceguera y malestar a la natural convivencia entre los seres humanos que compartimos una determinada sociedad. 

Personalmente apuesto por hacer un esfuerzo para utilizar España como titular de mi nación y la roja y gualda como un símbolo que comparto con el resto de todos y todas sus ciudadanos y ciudadanas, contribuyendo así a desmentir la tesis que en su momento sostenía Ortega y Gasset cuando afirmaba que derechas o izquierdas son términos propios de una hemiplejia moral. Sólo existe una moral y es la moral civilizatoria de la humanidad.

No toda la derecha es facha, ni toda la izquierda bolivariana e independentista, como forma parte hoy del lenguaje habitual de unos y otros, tanto en la calle, como  en los parlamentos, justificando así la incapacidad de algunos para abordar el diálogo sobre lo que realmente interesa a los españoles.

El hecho de que la derecha social tardara 21 años en acceder al poder ejecutivo en España, visto con perspectiva histórica probablemente no fue beneficioso para el país porque la experiencia de una derecha gobernando en democracia podría haber facilitado su homologación con la europea, lo que muy probablemente habría repercutido positivamente en mejorar el grado de tolerancia entre los españoles. No es saludable que la alternancia se dilate en exceso en el tiempo ya que  entonces se tiende a veces a confundir lo institucional con lo orgánico, lo propio de su organización política, y a patrimonializar el país. La alternancia es sana en cualquier aspecto de la vida y en las instituciones públicas aún más, si cabe.

Nadie en su sano juicio puede pensar en el siglo XXI que la diferencia entre izquierda y derecha esté basada hoy en razones de honestidad, o de capacidad de gestión, o de honradez, o de conocimientos, ni tampoco en la superioridad moral de unos u otros, ya que a todos nuestros representantes de cualquier lado del espectro político todo eso se le debería exigir, y las razones de la alternancia se reflejarían fundamentalmente en los proyectos de presupuestos generales de cada ejercicio, en cómo se debería recaudar y en qué se debería invertir y gastar.

Si no comenzamos a expropiarles la simbología a los ultramontanos desde ahora, pronto podría ser demasiado tarde una vez que se instalaran en el poder y gobernaran, solos o en alianzas fatídicas, en municipios o comunidades autónomas, o incluso en el propio gobierno de la nación. Los conservadores demócratas deberían abrir los ojos, recordar la historia de Europa y observar cómo actúan hoy sus colegas en Alemania y Francia: con la ultraderecha no se juega. Los primeros que probablemente acabarían pagando esa veleidad serían ellos mismos.

Usemos la bandera roja y gualda con total normalidad y hablemos de España cuando nos refiramos al territorio que compartimos y hagámoslo al servicio de un bien superior: nuestra convivencia. Que cada uno viva interiormente sus emociones hacia los símbolos como le plazca, pero olvidándose definitivamente de su uso exclusivo.

 

DESNUDANDO A VOX

En un próximo artículo intentaremos mostrar las costuras de la organización política a cuya cabeza está un grupo reducido de ultramontanos rebotados de otros partidos, al que cada vez que llamamos fascistas a sus votantes su contador en las urnas aumenta exponencialmente.

La ley del péndulo de las políticas identitarias de los populismos, no arriesgarse con ideas para el futuro sino vivir de las del pasado, la necesidad aritmética de la derecha democrática de contar con ellos para sumar en los legislativos, las erróneas decisiones y una deficiente comunicación institucional que se traducen en percepciones negativas por parte de la ciudadanía, el contexto europeo al alza de sus homólogos en determinados países, etc, junto con su estrategia de traducir los símbolos en ideología, les está permitiendo ofrecer una imagen de fortaleza de cara a futuras confrontaciones electorales.

No se trata de saber si VOX es un gato blanco, o un gato negro, tal como ahora están debatiendo los politólogos para aventurar sobre los espacios de decisión en los que se movería este partido tras las próximas elecciones autonómicas y generales, bien como influencer, o bien cogestionando el poder ejecutivo, eso es mirar al dedo una vez más, lo importante es que ya lleva tiempo cazando ratones. Para muestras lo que va a ocurrir en la Comunidad de Madrid el próximo día 20 y la encrucijada en la que se está moviendo el presidente de la Junta de Andalucía a la hora de decidir la fecha de la próxima convocatoria electoral en esta Comunidad Autónoma, como consecuencia de la retirada de la confianza de VOX al bipartito rechazando los presupuestos para 2022.

 

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