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Globos en la madrugá

Pensé en el vendedor, puestas sus ilusiones en la venta, tarea compleja dada la escasa afluencia de niños.

De soslayo puse mi visión en una retransmisión televisiva. La calle, atestada de criaturas con sus ojos ensimismados en el paso de la Macarena, mecido por costaleros y músicos, claro. Estampa habitual, mezcla del costumbrismo con la religiosidad popular, amalgama de espíritus idenditarios, curiosos del extranjero, más innumerables mentes metidas en sus respectivos armarios: puro barroquismo de imposible traducción. Y, aunque a fin de cuentas la función del escritor consista en irritar moderada y educadamente, valgan mis respetos para todos con ausencia de juicios, igual solicito para mi persona, pero abierta a la crítica de mis ideas.

Pensé en el vendedor, puestas sus ilusiones en la venta, tarea compleja dada la escasa afluencia de niños dado el frío y el miedo generalizado por las ya tradicionales estampidas.

Un destello ocupó mi atención: unos aparatosos globos multicolores provistos de gas, tal vez por  desafiar por momentos la gravedad y sentir el placer de la libertad. Pensé en el vendedor, puestas sus ilusiones en la venta, tarea compleja dada la escasa afluencia de niños dado el frío y el miedo generalizado por las ya tradicionales estampidas. Desconozco la ganancia por una hora de trabajo de dicho vendedor autónomo y por cuánto tiempo podrá ejercer su actividad sin una investigación fiscal exigida por el virrey Montoro.  Pero el hombre o mujer ─solo vi los globos─ debe ser persona honrada porque más fácil y lucrativa le resultaría una actividad delictiva. Bastaría  preguntarles a muchos adolescentes de La Línea.

Me  dio un achuchón de romanticismo porque los globos son mensajeros de ilusiones, despegan hacia lo alto, desafían vientos, portan poemas en las partículas de su gas, modestos en sus viajes y lacrimosos cuando a un niño se les escapan. Puse mi atención en el ramillete durante largo rato y le hubiese comprado uno, no sin antes observar su rostro y sus marcas, las inconfundibles de los menesterosos de la cercana Plaza del Pumarejo. Entre pregón y cantinela tal vez le pidió a la Virgen volver el año próximo a vender globos, humilde pretensión de muchos abandonados a su suerte, desvalidos y también olvidados por todos, incluidas las divinidades.

La escena tenía el encanto de la melancolía.

Y porque la esperanza es hermana de los sueños, ¿sería posible una cultura poseedora del sueño de la verdad? No lo sé, en todo caso lo deseo, aunque, ¿no resulta más difícil vivir en la utopía?  La Macarena pronto llegaría a su esplendorosa residencia y el vendedor contaría en su humilde hogar ─si lo tuviese─ las moneditas para comprar más mercancía y volver a un más de lo mismo.  Es la ternura desprendida por su valerosa inadaptación a un mundo de horribles condicionamientos. Pero, igual a un Quijote insumiso por no doblar sus rodillas ante el orden social en su locura deseada, también existen espíritus libres de preocupaciones, angustias y del ansia de un mañana de viajes en globos.

La escena tenía el encanto de la melancolía. Algo decía don Antonio Machado: «Los verdaderos creyentes, descontentos por el silencio de Dios, anidan siempre buscando entre la niebla». Quizá  los sueños en los globos nos igualen cuando, llegado el amanecer, nos permitan sumergirnos en la oscuridad de nuestros cerebros.