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Grillos

Nunca pensé en su desaparición paulatina de Sevilla ¡había tantos! Cantaban en todas las calles con nerviosos cric-cric.

 

Hastiado de la política y cada vez más añorante de la infancia de Rilke: «La única patria feliz y sin territorio radica en la conformada por los niños», pienso en los grillos, mis inseparables aliados. Pasé muchas horas observándolos con un cuentahílos perteneciente al abuelo, reliquia conservada, evocadora de gratos recuerdos. Me sorprendo cómo no estudié para zoólogo.

Nunca pensé en su desaparición paulatina de Sevilla ¡había tantos! Cantaban en todas las calles con nerviosos cric-cric, extenuante trabajo erótico para atraer a las hembras, casi siempre distraídas con sus cosas.  El clásico cuento de Pinocho con ‘Pepito Grillo,’ contumaz conciencia vigilante de los pecados del muñeco de Gepetto, tal vez impulsara mis simpatías hacia ellos. De esas cabecitas gordinflonas emergentes de sus fracs, salían dos antenitas siempre en actividad, deseosas de abarcar toda la realidad (¡ilusos!), como si alguien la hubiese alcanzado alguna vez. En las noches de verano, el silencio de Sevilla se palpaba con el monótono cantar, mientras una modorra ralentizaba los engranajes cerebrales y la propia existencia flotaba, interrogándose a sí misma.

Cuando volvíamos de visitar a una tía les hacía dar un rodeo a mis padres para pasar por la calle O’Donnell, donde se encontraban los Almacenes Santos porque en sus amplios mármoles se reunían muchos grillos, era como la plaza del pueblo donde se contarían sus amores y los pactos grupales. No creo esperasen la llegada de un patrón ofreciéndoles un trabajo precario, pues el suyo —afortunados ellos— estaba contratado desde la cuna.

Reconocía a distancia los poseedores de títulos reales, los cantantes, presumidos con élitros dorados, claro, cual capas aparatosas de popes ortodoxos. Sus estilo tenía el barroquismo propio de los adornos palaciegos y con el roce de las volutas entonaban sus canciones hasta la llegada de alguna avispada compañera en busca de algún desposorio reinado o a decirles, tal vez,  bajasen la potencia de sus cantes ¡so brutos! por el habitual dolor de cabeza femenino.

Puse mi mejor empeño en construir jaulas: las primeras de corcho pero, y aunque no les faltaba un trozo de tomate de aquellos tersos y rojos de solo sabor a tomate, se dieron cuenta de las debilidades de mi construcción y lograron la libertad ―peligroso bien― dejando mis afectos entristecidos. Después las construí de madera porque las del mercado resultaban caras y no me gustaban por tener una sola planta.

El problema surgía cuando la vecina del bajo, natural de Jerez y de origen gitano, forofa de las canciones de Luisa Ortega o de los cantes de Pepe Pinto, arremetía: «¡¿Señora,  otra vez tiene su hijo jaulas llenas de grillos?! ¡Vaya nochecita! Con el calor, el abaniqueo y los grillos no hemos podido dormir… ». Mi madre me hacía gestos significativos y le respondía mientras escondía una sonrisa cómplice: «¡Deben proceder de la calle; anoche vi un montón por nuestra puerta…!».

Sin las tertulias callejeras, las carteleras de los cines de verano, los botijos, los pregones y sin esos cantos, umbilicales con una naturaleza siempre lejana, solo adivinable en las enciclopedias escolares con tinta monocolor, Sevilla comenzó a ser más tristona y artificial.  Hace tiempo desaparecieron, quizá en una hégira de arrebatos ateos, o pudieran ser víctimas de los implacables insecticidas y, total, para degustar hoy tomates de sabores adulterados…

Entonces, la maravillas de los mitos consistía en su poder sobre la mente para remover una fantasía siempre dispuesta a cumplir su misión. Hoy, las múltiples capas de la realidad se difuminan junto a las ideas, enterradas por la pedantería en nombre de la pomposa verdad.