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Hace muchos años…

Hace muchos años, más de cuarenta, yo era un joven curioso y algo tímido.

 

Hace muchos años, más de cuarenta, yo era un joven curioso y algo tímido. Estábamos en época de vacaciones de verano, o sea, trabajando en el negocio familiar.

 

Aquella mañana, casi mediodía, mi padre estaba extrañamente inquieto. Un cliente habitual, bueno, más amigo que cliente, le había reservado una mesa muy importante. Sólo eran cuatro comensales, pero del éxito de aquella comida dependía que la empresa de aquel cliente-amigo fuese la beneficiaria de un apetitoso contrato de construcción de viviendas oficiales.

 

Mi padre había comprado esa mañana –entre otras exquisiteces—cinco kilos de langostinos espectaculares. Los volcó sobre la gran mesa de la cocina del restaurante y escogió los veinticuatro más apetitosos, Todos iguales, como clones.

 

Cuando llegó la escueta comitiva, los atendió personalmente. La mejor mesa del salón. Una bandeja de jamón mientras se les cocían los langostinos expresamente. Se les sirvieron templados. Un espectáculo. Cuando el cargo público que tenía que firmar la concesión de la licencia cogió uno con sus entrenados dedos, lo tiró de mala manera en el plato. Todos se quedaron mudos, pálidos, acojonados, literalmente. Todavía era la época de la dictadura y al susodicho se le tenía pánico en Sevilla. El capitoste rugió, más que dijo. “¡hombre, por Dios!, ¿y con esta mierda de langostinos pretenden ustedes mi firma?”.

 

Se levantó. Se marchó dejando al resto con un palmo de narices. Y el reproche de aquel cliente-amigo a mi padre: “Joder, Enrique, te has cargado el negocio”.

 

Mi padre era un león enjaulado. No hubo quién le hablase durante todo el día. Ni en los dos o tres siguientes. Él sabía que no hubo langostinos mejores ese día en Sevilla.

 

A la semana siguiente el cliente-amigo hizo el intento de visitar al prócer ofendido para intentar reconducir el tema, pero, justo al llegar, uno de sus ayudantes le dijo: “en confianza, don Fulano, ni lo intente, la obra está concedida a la competencia hace casi un mes”.

 

Don Fulano se fue a su casa resignado y cabizbajo. Don Capitoste a la suya, pero con la faltriquera llena. Don tabernero a su taberna, a rumiar el oprobio. Y su hijo, al enterarse semanas más tarde de la jugarreta casi por casualidad, a su fuero interno a su timidez y a regar ese escepticismo hacia los cargos políticos que  nunca le abandonaría en su vida.