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La abuela

A la abuela su difunto marido la dejó bien protegida económicamente y, además, ella era frugal; ni lujos innecesarios ni caprichos caros, más bien al contrario.

 

Tenía nombre y apellidos, claro, pero me referiré a ella simplemente como la abuela. De edad avanzada, vivía en el Centro pero en una zona alejada de mi restaurante, al que acudía cada mediodía a comer. Vivía sola en una casa particular e incómoda para alguien de su edad y que caminaba apoyada en un bastón, aunque siempre sospeché que era más una manía que una necesidad. Era viuda y tenía un hijo, sólo uno, aunque hubo una hija, pero un desgraciado accidente ecuestre cuando era una adolescente se la llevó. Siempre hablaba de ella.

 

A la abuela su difunto marido la dejó bien protegida económicamente y, además, ella era frugal; ni lujos innecesarios ni caprichos caros, más bien al contrario. Comía a diario en un bareto junto a su casa, el menú del día, entre público de lo más variopinto. A su hijo le preocupaba este tema por varios motivos; porque dudaba de que su madre estuviese alimentada correctamente y porque la señora tenía la manía de lucir de vez en cuando alguna de sus valiosísimas joyas. Un día apareció por mi restaurante con una pulsera de esmeraldas espectacular. Recuerdo que le pregunté por ella y me contestó que era su pulsera de pedida. Le dije que no era muy prudente llevarla encima yendo siempre sola. “¡Bah! –me contestó—con la fama de vieja excéntrica que tengo nadie se va a creer que sea buena”.

 

En fin, que entre unas cosas y otras, su hijo se puso en contacto conmigo a través de una conocida común para hacerme el encargo de cuidar de su madre en ese aspecto. Dar de comer a una persona cada día es algo engorroso, porque tienden a hacerlo de capricho y casi siempre lo mismo, que era precisamente lo que pretendía evitar su hijo. Y, para remate, la buena señora era exigente y caprichosa. No quería verduras, el hijo insistía en que las tomara y yo en medio. No le gustaba cualquier pescado, sino “esos a los que se le ven la cola y los ojitos”. Un buen lenguado, vamos, cosa que tampoco podíamos permitirnos con mucha frecuencia porque su hijo pagaba un precio muy ajustado. “Y que no se entere mi madre, porque le he dicho que tu restaurante es más barato que el tugurio donde comía antes”.

 

En poco tiempo pasó a formar parte del paisaje. Todos la conocían en el barrio y para todos tenía un saludo. La apreciaban, a pesar de sus rarezas y de algunas salidas de tono. Una vez a la semana se venía desde su casa cargada con dos cascos de gaseosa de litro (por entonces eran retornables) para comprarlas en el supermercado de Simago, en la plaza del Duque, porque allí costaban ¡UNA PESETA| más baratas que en la tienda de su barrio. Había días en que, después de comer, se nos quedaba dormida en la silla, tiesa, como una estatua. Si se daba cuenta de que había clientes esperando a que ella se levantara, nos chantajeaba: “si quieres que deje la mesa libre me tienes que regalar un bombón. Bueno, dos”.

 

Ya lo veis, como una niña mimada, pero conforme iban pasando los años su escasa agilidad iba disminuyendo. Un par de veces se cayó en la calle y, cuando subía a la primera planta del restaurante para ir al baño, era un sinvivir, sobre todo a la bajada; que la buena señora cogía carrerilla bastón incluido y parecía que iba a llegar rodando.

 

Un día llegó muy acongojada. Su hijo se había divorciado y se había mudado temporalmente a su casa. Esa mañana, el recién llegado le contó a su madre que había escuchado ruidos, que se hizo el dormido mientras “veía” cómo el intruso abría la caja fuerte y se llevaba todas las alhajas de la señora. Fue un palo emocional muy gordo. Desde aquel día ya no fue la misma. Se volvió torpe y malhumorada; bueno, no es que hubiese sido un cascabel precisamente, pero se volvió intratable.

 

El hijo rehízo su vida rápidamente y me relevó de la responsabilidad de la alimentación de su madre. Nunca volvió a aparecer por mi restaurante, ni para pedir uno de sus bombones. Nos enterábamos de su deterioro por terceras personas hasta que llegó la noticia que temíamos desde hacía tiempo.
¿Qué cómo la recuerdo? Pues con una mezcla indefinible de sensaciones, incluido el cariño, por supuesto, aunque a veces hacía todo lo humanamente posible para provocar lo contrario. Pero, conforme iba sabiendo detalles de su vida, más compasión me provocaba. Creo que muy pocas veces fue feliz.