La caída del imperio americano
Para EE.UU. el verdadero enemigo a batir es Europa, mientras China sería el competidor necesario.
Del enemigo exterior al adversario interno del sistema
Trump no pasa de ser el tonto útil de una crisis sistémica que no aventuraba en la candidata demócrata la líder que el poder fáctico estadounidense creyó que era imprescindible para ralentizar el proceso de caída del imperio y poder tener alguna chance de estar en la pole de salida tras el actual periodo transitorio hacia una nueva Era antropocéntrica que, sí o sí, será cuántica, y que inexorablemente lo va a cambiar todo, tanto las superestructuras, como la idiosincrasia de los humanos.
Pero, no nos llamemos a engaño, a lo que representa Trump le apoyó la mayoría relativa del pueblo estadounidense y el establishment a través de los cuantiosos fondos transferidos para su campaña, por mucho que algunos miembros norteamericanos de la academia, la cultura y la ciencia ahora se quejen de sus consecuencias. Los EE.UU, que se van a convertir en uno de los imperios más breves de la historia de la humanidad, han perdido todas las bazas necesarias para seguir liderando el mundo occidental a no ser que por la fuerza de la violencia hagan retrasar un tiempo prolongado la dinámica de la transición hacia un inevitable mundo globalizado y plurilateral si los poderes fácticos estadounidenses toman conciencia de su error al no designar al mamporrero que pretendían como líder político del país, sino a un auténtico y peligroso sicópata, totalmente fuera de la realidad y decidan “sustituirlo” al modo y manera de cómo lo hicieron en otros momentos históricos.
Como observaba Immanuel Wallerstein en “El moderno sistema mundial” (1974), los ciclos hegemónicos siguen una dialéctica histórica en la que la sobreacumulación y la expansión geopolítica terminan por generar contradicciones insuperables. Estados Unidos, tras su “unipolar moment” (Krauthammer, 1990) se enfrenta hoy a lo que Gramsci llamaría «crisis orgánica»: sus estructuras económicas, su legitimidad cultural y su poder blando se erosionan simultáneamente.
El sistema capitalista tal como está implementado en EE.UU. exige dos motores imprescindibles sin los cuales griparía: el incremento marginal positivo del número de consumidores y usuarios y la polarización binarista a todos los niveles, incluido el transnacional.
Cuando se habla del declive del imperio americano, a menudo se apela a la emergencia de China como nueva potencia hegemónica. Sin embargo, este análisis incurre en un error fundamental: confundir al competidor necesario con el adversario existencial. China, pese a su autoritarismo político, se ha integrado profundamente en el capitalismo global, aportando eficiencia, expansión de mercados y una enorme capacidad de absorción productiva. Estados Unidos y China coexisten dentro del mismo marco ontológico: el del capitalismo tecnocrático.
Europa, en cambio, representa otra cosa: un modelo antitético de civilización. Como planteó Jürgen Habermas, “la Europa posnacional busca institucionalizar una racionalidad comunicativa frente a la lógica instrumental del poder” (“La constelación posnacional”, 1998). Es decir, el conflicto no es sólo económico o geopolítico, sino epistémico y cultural. Europa no compite en el mismo tablero, sino que ofrece una manera alternativa de pensar la sociedad, la economía y el futuro.
Dos modelos civilizatorios: el mercado absoluto versus la democracia cultural
A. Estados Unidos: economía de mercado pura y dura
El sistema estadounidense está basado en una forma extrema de liberalismo económico, consolidado desde el “New Deal” hasta el neoliberalismo de Reagan y Clinton. Bajo este modelo, el individuo es el único actor legítimo del espacio económico, y el mercado, el único regulador de justicia. Como ya adviertía Noam Chomsky, “el neoliberalismo ha transferido todo poder de decisión del Estado al capital privado, generando una democracia simulada, controlada por élites económicas” (“Profit over People”, 1999).
El modelo estadounidense requiere una expansión constante, tanto de consumidores como de territorios económicos. Giovanni Arrighi planteaba en “El largo siglo XX”, (1999), que el sistema capitalista necesita periodos de acumulación expansiva a escala global, que inevitablemente chocan con las estructuras sociales no adaptadas a su lógica. De ahí la necesidad de “polarización” exterior, como principio estructurante del sistema imperial estadounidense.
La tesis imperial estadounidense fue planteada por David Harvey como la de un capitalismo financiarizado y militarizado, basado en lo que denominó «acumulación por desposesión» (“El nuevo imperialismo”, 2003).
El neoliberalismo consagró lo que se viene conociendo como la teología de mercado. La transformación de EE.UU. en un «imperio del consumo» (Barber, “Jihad vs. McWorld”, 1995) se consolidó bajo lo que Wendy Brown llama «la desdemocratización neoliberal» (“Undoing the Demos”, 2015) y la administración Clinton, siguiendo a los Chicago Boys, institucionalizó la financiarización que Arrighi identificó como fase terminal de los ciclos hegemónicos.
Karl Polanyi en “La gran transformación”, (1944), sostenía que el mercado «autorregulado» es una ficción que siempre acaba requiriendo intervención estatal y la crisis de 2008 desveló esta paradoja.
B. Europa: economía social de mercado y cultura democrática
Europa, por otro lado, ha evolucionado hacia un modelo híbrido que busca equilibrar los principios del mercado con la justicia social, la solidaridad intergeneracional y el acceso universal a los bienes públicos. Este modelo, inspirado en el pensamiento socialdemócrata y cristiano-demócrata de mediados del siglo XX, se institucionalizó en el Estado del bienestar y en el proyecto de unidad europea.
Michel Foucault ya advirtió que “la biopolítica europea no se dirige a la acumulación del capital, sino a la producción de vida: a gestionar la salud, la educación, la cultura” (“Seguridad, territorio, población”, 1977-78). Esta orientación humanista, en la que la cultura es el pilar de la democracia, es irreconciliable con el utilitarismo estructural del sistema americano.
Para Habermas, Europa es un proyecto poswestfaliano que encarna la «razón comunicativa», frente a la «racionalidad instrumental» del poder de Adorno & Horkheimer en “Dialéctica de la Ilustración”, (1944). El modelo renano, inspirado en la «economía social de mercado» de Müller-Armack y Erhard, combina eficiencia con solidaridad y como señaló Esping-Andersen (“Los tres mundos del Estado de bienestar”, 1990), este modelo reduce desigualdades sin sacrificar competitividad.
La utopía posnacional europeísta representa un contramodelo plasmado en el Estado social como proyecto filosófico. Volviendo a Foucault, la CEE encarnaría la»biopolítica positiva»: una gestión de la vida que prioriza salud, educación y cohesión social (“Nacimiento de la biopolítica”, 1979), lo que contrasta con el «darwinismo social» estadounidense descrito por Loïc Wacquant (“Castigar a los pobres”, 2009).
C. El punto de quiebra: la ampliación de la UE y la traición percibida
La incorporación de buen número de países de Europa del Este a la UE alteró el equilibrio de poder en el terreno de los países occidentales. Emmanuel Todd (”Después del imperio”, 2002) predijo que EE.UU. recurriría a la guerra para compensar su declive y la crisis ucraniana podría estar confirmando esta tesis, evidenciando lo que Mearsheimer llama «el dilema de la seguridad» (“The Tragedy of Great Power Politics”, 2001).
El año 2004 marcó un hito crítico: la Unión Europea decidió incorporar a diez países del antiguo bloque soviético (posteriormente Bulgaria y Rumanía en 2007 y Croacia en 2013), con procesos de transición política y económica sumamente acelerados. Esta decisión, aunque legítima desde la perspectiva europea, fue interpretada por Estados Unidos como una traición geoestratégica porque para garantizarse un futuro imperial era imprescindible la incorporación de nuevos territorios y población a los 300 millones de estadounidenses, y esos países firmaban parte de dus expectativas tras su descomunal fracaso a la hora de crear capitalismo en Rusia tras la caída del Muro decBerlín, provocando la reacción norteamericana que pronto se materializaría en una presión política sobre Ucrania, Georgia y otros países limítrofes.
Esta necesidad imperiosa de “cantidad” la está intentanto satisfacer ahora Donald Trump haciendo explícita su voluntad de incorporar Canadá y México a los EE.UU., y no, no es el delirio de un megalómano caprichoso, es una algo ineludible para un sistema al que le va en ello el ser o no ser.
Como la expansión de la UE había fracturado el pacto tácito de reparto de la ex-URSS, Emmanuel Todd, en “Después del Imperio”, (2002), ya predijo que EE.UU. empezaría a usar la guerra como mecanismo de compensación de su decadencia interna: “Las guerras modernas ya no son por intereses, sino por conservar el prestigio durante la decadencia”.
D. China: el Leviatán capitalista, la eficiencia teconocrática del capitalismo de estado
China, por su parte, representa una paradoja fascinante: una dictadura del partido único que ha adoptado con eficacia las herramientas más sofisticadas del capitalismo avanzado, desafiando la dialéctica liberalismo/ autocracia.
La diferencia es que mientras EE.UU. utiliza la caridad como sustituto de la solidaridad (donaciones privadas, ONGs, fundaciones,..), China establece relaciones estables, estratégicas y solidarias con países del Sur global, en África o América Latina, a través de megaproyectos de infraestructura, deuda blanda y cooperación técnica.
Como sostiene Kishore Mahbubani en “Has China Won?”, (2020), “China no pretende exportar su modelo político, sino garantizar que sus relaciones internacionales sean predecibles, rentables y duraderas”. A diferencia del imperio americano, que basa su hegemonía en la disuasión y el miedo, China cultiva la estabilidad como ventaja competitiva; por lo que es partidaria sin paliativos de una globalización avanzada.
La trampa de Tucídides invertida
Graham Allison popularizó la idea de que el ascenso de una potencia conduce a la guerra (“Destined for War”, 2017), la trampa de Tucídides: un concepto de las relaciones internacionales que describe la tendencia hacia la guerra cuando una potencia emergente amenaza con desplazar a una potencia dominante, creando tensión e inseguridad. La idea se basa en el análisis de la guerra del Peloponeso entre Atenas y Esparta, cuando el ascenso de Atenas creó miedo y conflicto en Esparta.
Sin embargo, China elude la confrontación directa, optando por lo que Nye denomina “poder blando 2.0”: inversiones en infraestructuras (Nueva Ruta de la Seda o BRI) y diplomacia económica.
Por otra parte, lo que se conoce como la paradoja confuciano- marxista, se materializa en que China ha creado un sistema singular de gestión de la cosa pública: un “capitalismo político” (Huang, “Capitalism with Chinese Characteristics”, 2008), donde el Partido Comunista actúa como garante de la acumulación, desafiando así la premisa weberiana de que el desarrollo requiere una democracia liberal (“La Ética protestante”, 1904).
Siguiendo a Braudel (“Civilización material, economía y capitalismo”, 1979), China construye redes comerciales que replican los sistemas/ mundo premodernos: la Nueva Ruta de la Seda es un proyecto civilizatorio con el que China busca “un nuevo orden multipolar gestionado tecnocráticamente”, lo que contrasta con el “excepcionalismo norteamericano” que alimenta sus guerras periféricas (Kishore Mahbubani, “Has China Won?”, 2020).
La ética monoteísta y el principio binario del bien y el mal
Desde una perspectiva filosófica, el conflicto civilizatorio también puede entenderse en términos del binarismo cultural heredado de las religiones monoteístas: bien versus mal, amigo versus enemigo, civilización versus barbarie. Esta estructura mental ha sostenido tanto el discurso imperialista estadounidense, como su política exterior desde la Guerra Fría y tras la caída del Muro de Berlín, aunque también el discurso confuciano chino.
Carl Schmitt, teórico del decisionismo político, lo sintetizó en su célebre tesis: “El soberano es quien decide sobre el estado de excepción” (“Teología política”, 1922). Bajo esta lógica, Estados Unidos se ha arrogado el rol de soberano global, decidiendo unilateralmente quién es el enemigo y cuándo se suspende el derecho internacional.
Sin embargo, este paradigma se encuentra en crisis. La emergencia de tecnologías cuánticas, la inteligencia artificial y la disolución de los marcos religiosos tradicionales auguran un cambio radical: el abandono del binarismo schmittiano como estructura cognitiva dominante. La revolución cuántica está comenzando a crear una «ontología relacional» (Karen Barad, “Meeting the Universe Halfway”, 2007) que supera las dicotomías clásicas. Lo que, como anticipa Yuval Noah Harari, podría venir a representar “una humanidad post-antropocéntrica, donde el bien y el mal ya no son categorías universales, sino artefactos del pasado” (“Homo Deus”, 2015). El fin del binarismo*.
Nos enfrentamos, pues, a una batalla para definir qué es lo humano ante lo que se enfrentan tres disyuntivas civilizatorias
- El modelo estadounidense: Individualismo radical y capitalismo extractivo.
- El modelo chino: Colectivismo autoritario y tecnocracia.
- El modelo europeo: Socialdemocracia posnacional y derechos humanos.
Europa como alternativa posthegemónica
Frente a EE.UU., que está atrapado en un ciclo de declive hegemónico y belicismo externo, y China, que representa la eficiencia autoritaria, Europa, aún con todas sus contradicciones, es el único espacio geográfico que ha intentado institucionalizar un sistema democrático posnacionalista, pluralista y culturalmente amplio.
Zygmunt Bauman lo expresó con claridad: “Europa es el único laboratorio en el que se está experimentando con una civilización más allá del Estado-nación, basada en la inclusión, la memoria y la deliberación racional” (“Europa: Una aventura inacabada”, 2006), pero, como advirtió Ulrich Beck (“La Europa cosmopolita”, 2004), antes debería resolver de una vez por todas su «déficit democrático».
Hoy Europa, está padeciendo un doble acoso: desde fuera, por parte de EE.UU., que busca desarticular su autonomía estratégica y desde dentro, por los populismos iliberales que corroen uno de sus grandes activos, el pacto social y hacia su exterior, el verdadero desafío para los europeos no debería consistir en competir con China, sino en preservar y reinventar un modelo propio frente a la hostilidad del decadente imperio norteamericano.
El amanecer de un nuevo paradigma
Vivimos un tiempo histórico de transición hacia una nueva Era de la humanidad. El viejo mundo, controlado por el capital financiero, las élites políticas y las religiones de creencias monoteístas, se resiste a desaparecer. El nuevo, aún informe, se gesta en la intersección de tecnologías cuánticas, subjetividades posthumanistas y una ética global por configurar.
Lo que está en juego no es simplemente una hegemonía política o económica, sino el modelo mismo de humanidad. Europa, con su historia de guerras, genocidios y redención democrática, tiene una responsabilidad singular: ser la semilla de una civilización posimperial y postbinaria, porque como ya sostenía Sloterdijk en “Crítica de la razón cínica”, (1983): «la posmodernidad es la era donde las utopías deben reinventarse o perecer». Europa, pese a sus contradicciones, sigue siendo el único proyecto que reconcilia progreso material con dignidad humana. Pero ese proyecto no estará exento de dificultades porque como ya advirtió Antonio Gramsci: “mientras que el viejo mundo se muere y el nuevo tarda en aparecer, en ese claroscuro surgen los monstruos”.
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