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La normalidad de la pobreza

Casi una de cada cinco familias no puede comer carne, pollo o pescado cada dos días.

 

 

Si hay algo que pueda definir el estado de ánimo de la ciudadanía a estas alturas de la pandemia podría decirse que es la impaciencia, motivada por la necesidad casi angustiosa de volver a la normalidad material y emocional. Sin embargo, puede que volvamos a una normalidad que sea el resultado de la rutina de lo extravagante, existen normalidades irrepetibles. Singularmente, cuando hay una redefinición del marco social conforme a los mitos y pautas doctrinarias de la seguridad. Una seguridad oficial que no trasciende al ciudadano de a pie, sino que se vertebra en torno a la salvaguarda del régimen de poder cualesquiera que sea la etiología e intensidad del momento crítico. Para el ciudadano queda la incertidumbre de su propia supervivencia física y material, quizá porque como dijo Katharina Pistor, el capitalismo por esencia se funda en un futuro desconocido.

 

Ortega y Gasset afirmaba que peor que estar enfermo era ser una enfermedad. Y la pandemia y sus epifenómenos económicos, se está cebando en un cuerpo social nada saludable: casi una de cada cinco familias no puede comer carne, pollo o pescado cada dos días. El 90% no puede afrontar el pago de imprevistos, como pueden ser la rotura de la nevera o de unas gafas. Casi el 30% no puede mantener una temperatura adecuada en el hogar. Esta pobreza energética, imposibilidad de afrontar gastos imprevistos y la incapacidad de consumir las proteínas adecuadas en su dieta, es, en el contexto europeo, de la UE y de nuestro entorno cercano, un auténtico escándalo con su ápice tercermundista de pobreza infantil récord en el Viejo Continente.

 

Demasiados años de extremo liberalismo económico y las sucesivas crisis reguladoras, todas lo son al final, con independencia de la patología de la crisis en cuestión, han dejado al Estado sin instrumentos de protección de sus mayorías sociales, todos los ciudadanos que vivían en la precariedad, en la angustia de la pobreza, se han visto de pronto privados de sus escasos recursos y al arbitrio de unas coberturas sociales de protección tardías, mal gestionadas y escasas, todo lo cual está llevando a las clases populares al borde del más oscuro escenario decimonónico. Y todo ello, con la algarabía irresponsable de una derecha que no tiene otra solución social a la pandemia que el hambre de los más débiles y la gestión del orden público contra el malestar de los depauperados.

 

Y es que la esencia de la democracia se fundamente en limar desde el Estado los elementos que producen los excesos de la desigualdad. Sin embargo, en España se han ido construyendo déficits democráticos que implantaran con predicado estructural las grandes brechas entre clases sociales. Unas mayorías populares entregadas al recurso de la beneficencia para poder subsistir, no es el mejor escaparate para una monarquía cuyo rey está hace tiempo dedicado a una permanente campaña de imagen personal para intentar constreñir el descrédito de las andanzas de su emérito progenitor. Volver a la normalidad puede ser muy duro para un amplio segmento de la ciudadanía española, ya que puede resultar una normalidad suplantadora de la anterior, proclamada sin más desde el frontispicio del poder, y donde una realidad distópica deje sin futuro a dos generaciones de trabajadores españoles.