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La pobreza mental de la política sin poesía

La mediocracia designa un régimen en el que el promedio se convierte en la norma imperiosa que debe encarnar.

 

Existía en el periodismo taurino y en el deportivo un lenguaje poético que lamentablemente se ha ido disipando hasta desaparecer por completo. Cuando Matías Prats padre decía en sus retransmisiones radiofónicas de las corridas de toros que tal torero había desmayado la mano para dar un pase natural, el oyente veía la extremidad del espada dejándose caer al arbitrio de la gravedad para que el capote adquiriera una autonomía majestuosa. O cuando un periodista deportivo en el fragor de un duelo futbolístico narraba a través del micrófono que el jugador fulanito justo cuando se disponía a superar a la zaga del equipo contrario y después de recuperar el esférico en la línea medular del terreno de fuego, el cancerbero rival, tirándose a sus pies le había hecho perder la verticalidad, el futbol se convertía en una realidad poética muy superior a los letreros del metro de París que, como todo el mundo sabe están redactados en versos alejandrinos.

La política, empero, transcurridos los tiempos irrepetibles de Moret, Maura, Ramón Nocedal, Melquiades Álvarez, Niceto Alcalá Zamora, Ortega, Azaña  y el poeta falangista Dionisio Ridruejo, ha perdido hoy esa destreza de plasticidad oratoria que otrora era virtud imprescindible para dedicarse a la vida pública. Hablar bien es tarea que exige mucho esfuerzo, afirmación de siglos por parte de la retórica clásica, y que cualidades y formación son los dos elementos claves del orador. Los dos factores más el tiempo. El gran tribuno Viviani afirmó que había tardado treinta años en aprender a hablar; otros no lo consiguieron nunca. Hogaño la política no requiere, por un exceso de cabildeo en la promoción del político, de ninguna de las bellas artes que orlaban la esgrima pública en los pasados tiempos.

Decía Manuel Azaña que un discurso dicho desde el gobierno era un acto de gobierno, lo cual venía a sustanciar que el ácido desoxirribonucleico del acto político no podía situarse en los márgenes huidizos de los basamentos ideológicos, el genio intelectual para la racionalidad en la cristalización de las ideas en formas justas de convivencia. La mediocracia designa un régimen en el que el promedio se convierte en la norma imperiosa que debe encarnar. En los políticos actuales está la naturaleza de lo mediocre.  Pero ser mediocre no es equivalente a ser incompetente, sino en ser del montón, no destacar. Lo que desaparece es la mente crítica. La política y las ideas han ido esfumándose en favor de lo que los manuales de gestión llaman resolución de problemas y lo que se busca es una solución inmediata a un problema inmediato, que excluye cualquier pensamiento a largo plazo. La degradación de la política puede ser subjetiva o no, pero las encuestas demuestran que su deterioro es al menos una realidad en la percepción de la ciudadanía. Sean o no más mediocres, los votantes los perciben como tal. Los políticos se han convertido en los últimos años en uno de los principales problemas para los españoles, según el CIS.

Esta pérdida de cualidad y calidad de la política ha propiciado el ascenso, no ya profesional, sino político de los asesores todopoderosos como el caso de Pedro Arriola, en su momento, o Iván Redondo cuya función, asesoramiento a quien le proporcione el mejor salario, ha trascendido, singularmente en el caso del gurú del PSOE, a la asunción de funciones con poder político. Esta inmersión de la vida pública en los contextos y pretextos de lo comercial, ha desplazado y anulado la figura del intelectual y lo que representa de primacía del pensamiento crítico, del análisis complejo de problemas cada vez definidos por su diversidad y, como consecuencia, la mediocridad como instrumento de suspensión de la política. Como afirmaba Ortega, simplificar las cosas la mayoría de las veces es no haberse enterado bien de ellas.