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La Unión Europea y el Visegrado

El conflicto que subyace bajo todas estas maniobras es la oposición entre dos visiones de Europa diferentes.

 

Los vientos levantados por el Brexit inminente han concentrado una atención extraordinaria en la agitada política interior del Reino Unido. No exenta de importancia, sin duda, por cuanto una vez que se consume su salida, Gran Bretaña tendrá que hacer frente a las presiones internas que persigan su desmembramiento a la par que se producirá un reajuste del equilibro de poder en el continente, que forzará a diversos actores que hasta ahora esperaban entre bastidores a mover ficha para ocupar un lugar caliente bajo el sol, a expensas del Eje franco-alemán que, desde Bruselas, y con la concomitancia ocasional de Italia, dirige los destinos del espacio europeo. Entre estos estará el Viseagrado, una suerte de eje paralelo al constituido por Alemania y Francia de naturaleza cooperativa, compuesto por Polonia, Hungría, la República Checa y Eslovaquia. Aunque originado en 1991, con las heridas de medio siglo de dictaduras comunistas aún sin cicatrizar, adquiere ahora un nuevo vigor en el contexto de desafío constante de las ‘democracias iliberales’ que se imponen hoy en Polonia y Hungría, y que ocasiona duros quebraderos de cabeza a las instituciones europeas.

Las políticas impulsadas por Andrej Duda, Presidente de la República de Polonia, y Víktor Orbán, Primer Ministro de Hungría, que han conducido a una notable deriva autoritaria que mimetiza, en gran parte, los modelos ‘iliberales’ de Rusia y Turquía, por medio de la reducción de la independencia del Poder Judicial y el abanderamiento de una política nacionalista y etnocéntrica, radicada en unos valores tradicionales que sobrepasan el mero conservadurismo para insertarse en la reacción, con un matiz religioso para nada desdeñable, han puesto en guardia a Bruselas. El rechazo sistemático a la política migratoria y de acogimiento de refugiados, en la que ha puesto un especial empeño Alemania, ha generado una brecha que aún a día de hoy dista de estar cerrada. Más aún teniendo en cuenta el acercamiento diplomático que el líder húngaro ha propiciado hacia los rusos, lo que a su vez escandaliza a Polonia y a los estados bálticos, y hace mirar de reojo a Alemania, que sigue siendo el principal sostén de la importación de gas ruso en Europa, aunque ello signifique sacrificar a Ucrania como peón desechable un tablero de juego mucho más grande y maquiavélico. 

A fin de cuentas, el conflicto que subyace bajo todas estas maniobras es la oposición entre dos visiones de Europa diferentes: la hegemonía federalizante y ‘multicultural’ perseguida por Alemania y Francia, frente al nacionalismo cooperativo y etnocéntrico abanderado por el Visegrado y otros países del Este. Un problema al que no se le presta demasiada atención y que puede provocar la voladura de la Unión si, como es previsible, el choque de trenes finalmente se hace efectivo. Lo que a buen seguro sucederá si acceden al gobierno grupos políticos menos dispuestos a someterse a la hegemonía de las nuevas potencias europeas que, en el fondo, son tremendamente viejas. La Historia está para recordarnos que los más desastrosos conflictos europeos han tenido parte de su origen en la pugna entre Francia y Alemania por hacerse con el control del continente, y obligar al resto de naciones más débiles a someterse a sus designios. Aunque bajo el manto de la ‘unión’, la ‘democracia’, los ‘derechos humanos’ y la ‘multiculturalidad’, Francia y Alemania siguen siendo países imperialistas, que emplean su control de la instituciones de Bruselas para decidir entre ellos qué es lo que les conviene a los demás, reduciendo la participación del resto de estados a un mero ejercicio de convalidación de las decisiones que se han tomado previamente.

Cualquiera que examine la legislación europea podrá afirmar que esto no es así. Pero, como es sabido, los caminos de la política real rara vez son paralelos a los del Derecho. Y lo cierto es que existe una constatación, acompañada de una sensación creciente, en diversos países de la Unión Europea de que esta dista mucho de ser un ‘club igualitario’, y de que existe una visión ideológica impuesta que veta sistemáticamente cualquier debate al respecto, con el argumento de que el ‘club igualitario’ es también un ‘club privado’ en el que existen unas reglas y que, el que no esté dispuesto a aceptarlas, ya sabe dónde está la puerta. No son pocos los ciudadanos, de los países del Visegrado y de otros, que, aun sintiéndose europeos y desenado pertenecer a ‘Europa’, valoran con suspicacia justificada los propósitos centralizadores de Bruselas, sabiendo que una pérdida de la soberanía de sus respectivos países va a suponer una pérdida de democracia efectiva para ellos y de su capacidad de decisión como individuos, en un cálculo que no entraña mucha complejidad: si la Unión Europea se convierte en un Estado Federal, serán los países que mantienen la hegemonía dentro de la Unión actualmente (Francia y Alemania) los que incrementen su poder dentro de la futura federación reduciendo a un papel secundario, cuando no a la irrelevancia, a los países más pequeños o que no gozan de un estatus diplomático equivalente al de los anteriores. Con lo que ‘Europa’ se convertirá, así, en una nueva estructura imperial de dominación.

Bajo esta óptica, y sin compartir las veleidades ‘iliberales’ del Visegrado y otros países de Europa Central y del Este, se puede valorar de otra forma su afrenta a la estructura institucional y burocrática de la Unión. Especialmente para países que han sufrido la invasión, la destrucción, la defenestración y la dominación por parte de potencias más grandes que han tratado de arrebatarles lo más sagrado: su identidad. No se nos olvide que Alemania y Rusia han regado de millones de cadáveres el territorio que media entre Berlín y Moscú (las Tierras de sangre, adecuadamente definidas por el historiador Timothy Snyder) y lo han sembrado de espantosas dictaduras totalitarias que, hasta 1989, no permitieron a sus gentes sentirse libres y orgullosos de pertenecer a su nación. El etnocentrismo, tan importante hoy como ayer en esta zona del continente, y puesto de manifiesto en el transcurso del trágico desmembramiento de Yugoslavia, es una realidad imposible de comprender por los ‘multiculturalistas’ que, hijos de la generación millenial, desconocen una historia de siglos y siglos de lucha por una identidad nacional y cultural, que también lo es individual.

Considerar a aquellos que, por una razón u otra, no conciben a la Unión como una estructura de integración pura, sino como una entidad de naturaleza cooperativa, como un remanente, como un estorbo, lo único que va a provocar es que la salida del Reino Unido no sea la última, y que las tensiones larvadas se manifiesten en una creciente hostilidad hacia las instituciones de la Unión capitaneada por grupos políticos extremistas o populistas, e incluso por aquellos que, sin serlo, compartan el objetivo estratégico de convivir en un espacio común europeo pero que ello no implique ceder su soberanía a potencias que, si por algo se han caracterizado y se caracterizan aún hoy, es por imponer sus intereses nacionales sobre las demás naciones europeas mientras las hacen pasar por los ‘intereses generales’ de todos los países europeos.