Las doscientas familias de la derecha
"La derecha defiende los intereses de doscientas familias y eso no da votos suficientes" Emilio Romero.
Mi padre trabajaba en el servicio de publicaciones del sindicato vertical franquista y solía hablar habitualmente con periodistas del régimen, como Manuel Benítez Salvatierra “César del Arco”, delegado del diario “Pueblo” en Andalucía y director de la emisora sindical “La voz del Guadalquivir” o con el mismísimo director del diario “Pueblo”, Emilio Romero, del que algunos concienzudos miembros de la brigada político social infiltrados en los círculos de teatro aficionado de Sevilla, solían comentar la aberración que para ellos suponía que un camisa vieja de Falange como Romero escribiera una obra de teatro socialista refiriéndose a “Las ratas suben a la ciudad.”
Siendo yo muy joven y en una de esas conversaciones en la inminencia de la transición le escuché a Emilio Romero una reflexión que hoy todo el mundo reproduce sin citar la fuente, que no puede ser otra que haberla yo mencionado en alguno de mis artículos, y que era del siguiente tenor: la derecha para ganar unas elecciones tiene que mentir, y la izquierda, sin embargo no, simplemente porque la derecha defiende los intereses de doscientas familias y eso no da votos suficientes.
Es por ello, que la influencia del conservadurismo nos ha traído perversos períodos de post verdad, confusión dirigida, fake news y otras formas socialmente patológicas de prestigiar la mentira. La falsedad, convertida en política, ensalzada como estrategia ganadora que ignora, con avaricia, la realidad histórica y, como consecuencia, cava aún más la fosa en la que se va enterrando poco a poco la legitimidad de las instituciones. Precisamente, aquellas que nos salvan de la barbarie. Táctica falsaria que se acompaña de lo que denunciaba el sociólogo y escritor francés Gilles Lipovetsky: “el agotamiento del debate político ha traído furia y ha traído odio. Una gran carga de odio en muchos discursos políticos”. Porque la derecha siempre es una deconstrucción política al concebir la misma política como un obstáculo formal que impide abrir brechas institucionales para la conquista y el mantenimiento del poder.
El problema es que se ha perdido el sentido del equilibrio entre los diversos componentes de nuestra sociedad. Y la mentira conservadora no es ajena a esta pérdida de sentido. Como nos advertía Alfred Adler, una mentira no tendría sentido si la verdad no fuera percibida como peligrosa.
En el universo mental del autoritarismo post democrático la gran comunidad sólo está formada por los que comparten un pensamiento único, es el pueblo, el resto son los adversarios políticos, que son enemigos del pueblo y de la nación. Se trata de la “extranjerización” del opositor, quien, en las meninges del autoritario, no se opone a una política, sino a la nación y al Estado ya que el país no puede ser otra cosa que la visión unidimensional de los conservadores.
En España el fascismo, o su versión patria castiza y carpetovetónica, nunca fue vencido ni siquiera amonestado; los jueces que el viernes salieron del Tribunal de Orden Público (TOP) para pasar el fin de semana en sus casas el lunes ocuparon sus mismos despachos en la Audiencia Nacional (AN); los policías de la Brigada Político Social siguieron en las comisarías para, algunos de ellos, ser condecorados por la democracia por sus servicios; los antiguos ministros de Franco organizaron la derecha democrática; el jefe del Estado fue el que el caudillo había preparado desde la infancia para tan alta función; como dijo Azaña de la revolución desde arriba de Joaquín Costa: una revolución que deja intacto al Estado anterior a ella es un acto muy poco revolucionario. Es por lo que el conservadurismo español, siempre teñido de sepia, desde un Estado estamental y patrimonialista asume como hostilidad la realidad diversa de España.