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Mi amigo Julio, emigrante en Dortmund

Al llegar las vacaciones siempre me visitaba para dame un modesto obsequio y reanudar las clases con tal de paliar su  analfabetismo.

 

España, excluida del Plan Marshall, permanecía estancada en el subdesarrollo mientras otras naciones europeas comenzaban a disfrutar de un alto nivel de vida. Llegó la guerra fría, produciéndose un interesado acercamiento, aprovechado por el gobierno español a finales de los años 50 para una apertura a la economía mundial.

Julio tenía mi edad y vivía en un pisito junto a seis hermanos. Su padre trabajaba en la Compañía Sevillana de Electricidad (la emblemática empresa absorbida) y su madre, bien por la penuria, el vivir hacinados o por alguna circunstancia personal desconocida, ante cualquier travesura de los niños del barrio o contratiempo gritaba en la concurrida calle: «¡Jesuitas, sois igual a ellos!». Educado en un colegio religioso le preguntaba a mi padre: «No entiendo la inquina de doña Gracia contra los jesuitas». Me decía: «Lo ignoro, hijo, quizá los desequilibrios nerviosos…». Pero intuía un salto limpio de mi progenitor del incómodo coso por las astadas preguntas del niño.

 

Los emigrantes fueron la causa natural de nuestro comienzo del bienestar, de milagros nada, su causa resultó un enorme sacrifico colectivo

 

Una masiva salida de españoles, espectacular éxodo integrado por unos siete millones camino de Europa, permitió un gran desarrollo sin excesivos problemas sociales a nivel interno. La interioricé con lucidez por los testimonios directos de mi amigo cuando regresaba de Dortmund. Al llegar las vacaciones siempre me visitaba para dame un modesto obsequio y reanudar las clases con tal de paliar su  analfabetismo, y dado su interés encomiable. Mi curiosidad provocaba en él, dentro de su humildad, la ocasión para conocer pormenores de su vida en Alemania y, al tiempo, para sentirse importante.

Los emigrantes fueron la causa natural de nuestro comienzo del bienestar, de milagros nada, su causa resultó un enorme sacrifico colectivo: alejamiento familiar, dificultades idiomáticas, la difícil reinserción posterior, el contraste político tras las experiencias democráticas europeas, el chorro de divisas para llenar las arcas del tesoro, el dilema de los hijos nacidos en tierras extranjeras… Pocos han reconocido tanta entrega. Aquella estación de Irún en blanco y negro, llena de humildes maletas esperando un tren camino de Colonia para ser repartidos por la geografía alemana me sigue recordando —claro está y con todas las esenciales diferencias— los muchos éxodos de esta extraña humanidad en un mundo donde la fraternidad huyó.

 

Aunque cualquiera observa las mejoras sociales actuales, la situación de muchos andaluces tanto en una deficitaria cultura por el abandono escolar como una forma de esclavitud encubierta por los escasos salarios, me recuerda a Julio…

 

Julio lamentaba su torpeza: «No me entero de nada, los alemanes hablan como riñendo, a gritos. Menos mal los centros para españoles». Supuse el interés de las autoridades españolas para fomentarlos, en parte para evitar el contagio del antifranquismo reinante en la Europa democrática. Dichas casas de acogida constituían verdaderos guetos al reproducir en ellos la España más castiza: películas, bailes, carteles, las canciones del famoso  Manolo… una España virtual para evitar los males de unas sociedades europeas pervertidas, según los moralistas del Régimen. Al preguntarle si había sindicatos me decía la existencia de un asesor laboral colocado por la embajada para todos los asuntos, incluso actuando como representante legal y gratuito.

Regresó con un balance grisáceo. Después anduvo rebotado en los trabajos. Me lo encontré un día y me pidió el parecer porque deseaba hablar con otro amigo común, jefe de personal de una importante empresa. Lo animé, pese a mi temor por su ya avanzada edad. Fue la última vez,  le dije: «Julio, todavía conservo el mechero, tiene más de cuarenta años». Él, tan admirador de mis artes me dijo: «Recuerdo la rapidez de tu escritura ¡y con una sola mano!, mientras yo necesitaba apoyar la izquierda y, total, para hacerlo mal…».

Aunque cualquiera observa las mejoras sociales actuales, la situación de muchos andaluces tanto en una deficitaria cultura por el abandono escolar como una forma de esclavitud encubierta por los escasos salarios, me recuerda a Julio, proyectado como un triste paradigma.

Sobre el curioso insulto de doña Gracia: «¡Sois unos jesuitas…!», me recuerda a Blasco Ibáñez en su novela La araña negra, un  magistral tratado psicológico donde retrata a personajes de la orden. Aun suprimidas posibles exageraciones el sustrato pasaría las exigencias de la más exigente objetividad, dejando en otro lugar, claro, a religiosos de noble conciencia.