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Orgulloso hijo de emigrantes, nacido y criado en África

La vida en Marruecos nos brindó oportunidades que en España, en aquellos tiempos, habrían sido impensables.

#todossomosafricanos

Los errores de mi vida me pertenecen; los aciertos, en cambio, se los debo a mis progenitores, especialmente a mi madre. Poseía una inteligencia natural que la hacía ser una mujer de su tiempo, cumpliendo con sus obligaciones cristianas, pero también una auténtica liberal en la práctica, respetuosa con las decisiones de sus hijos. Yo, el menor de la familia, nací con una diferencia de edad considerable respecto a mis hermanos, lo que convirtió nuestra relación en algo más parecido a la de un nieto con su abuela. Mis hermanas fueron como madres para mí, y mis sobrinos mayores, casi hermanos pequeños.

Nací en Marruecos, en una ciudad del norte de África a la que mis padres emigraron entre las dos guerras mundiales. Allí se conocieron y formaron una familia numerosa. Somos dos generaciones completas de africanos: siete hermanos y nueve sobrinos, todos norteafricanos salvo una sobrina nacida en Guinea Ecuatorial. La tercera generación, en cambio, ya ha nacido y crecido en España.

No me han contado esta historia; la he vivido. Pasé más de 25 años en Marruecos antes de trasladarme definitivamente a España, donde cursé mis estudios universitarios entre Granada, Madrid y Málaga, y realicé el servicio militar en San Fernando, Cádiz y Ceuta. Desde entonces, he desarrollado mi vida profesional en diversas ciudades españolas.

 

Una familia de emigrantes

Mis padres eran españoles: mi padre, de origen abulense y probablemente gallego; mi madre, nacida en Málaga. Ambos llegaron a Marruecos siendo jóvenes y trabajaron duro para sacar adelante a sus hijos. A pesar de las dificultades, nos apoyaron para que eligiéramos nuestro propio camino. Dos de mis hermanas estudiaron magisterio; otro hermano consiguió una plaza en una dura  oposición en la administración pública con solo 18 años; y yo fui el único que optó por la universidad. En la siguiente generación hay siete universitarios y en la tercera, el segundo doctor después de mí, un neurocientífico.

La vida en Marruecos nos brindó oportunidades que en España, en aquellos tiempos, habrían sido impensables. Mientras la posguerra española y la mundial dejó a muchos de mi generación en una situación de escasez, nosotros tuvimos acceso a una educación de calidad en instituciones religiosas, aunque con un fuerte componente ideológico. Estudiamos junto a marroquíes, sefarditas y otros españoles, pero la influencia del franquismo nos hizo crecer con una visión supremacista que nos alejaba de la cultura local. Mientras los judíos solían hablar árabe, los españoles ni nos lo planteábamos.

 

La migración a la inversa

La independencia de Marruecos supuso un cambio de paradigma. Muchos españoles regresaron a la península sin pensar siquiera en la posibilidad de quedarse y adoptar la nacionalidad marroquí. Yo mismo no tuve DNI hasta los 25 años, cuando finalmente dejé mi estatus de residente en Marruecos.

Nos creíamos colonizadores, pero en realidad éramos emigrantes. Fuimos bien acogidos por la población local, aunque no hicimos el esfuerzo de aprender su idioma, ni de integrarnos plenamente en su sociedad. Tras la independencia, el francés se impuso sobre el español en la zona norte del país, reflejo de la mayor influencia económica y cultural de Francia en el conjunto del país.

Mi familia alcanzó un nivel de bienestar en Marruecos que en España no habría sido posible. Pero lo hicimos sin pedir permiso ni formar parte de una cuota oficial de migración. Hoy, muchos hablarían de inmigrantes ilegales” para referirse a aquellos que, como mis padres, buscaron un futuro mejor fuera de su país de origen.

Lo irónico es que, décadas después, España vive un fenómeno migratorio similar, pero en sentido inverso. Ahora, quienes llegan a nuestras costas en busca de un futuro mejor son norteafricanos y subsaharianos. Y, en lugar de recibir el mismo trato que nosotros tuvimos en Marruecos, son estigmatizados. No se les ve como seres humanos que buscan oportunidades, sino como posibles delincuentes.

Pero no es xenofobia lo que padecen, sino aporofobia: el rechazo a los pobres. Se les niega la oportunidad de integrarse, pero cuando se necesita mano de obra barata, su presencia es aceptada sin reparos. La hipocresía se adapta a los intereses económicos.

 

Una lección de tolerancia

En Marruecos, la convivencia religiosa era una realidad. Recuerdo un hecho que, con la perspectiva actual, valoro aún más: en los años 60, en una localidad cercana a Tetuán, su caid, alcalde, nos ofreció que una misa cristiana se celebrara en la mezquita del pueblo. Ordenó retirar las alfombras de oración musulmana para adecuar el espacio y allí, oficiada por un sacerdote marianista, vivimos un ejemplo de respeto interreligioso difícil de imaginar hoy en muchos países occidentales.

Ahora ya no soy creyente, pero experiencias como aquella me hacen reflexionar sobre el papel de las instituciones y el uso del discurso patriótico para manipular a la sociedad. En lugar de fomentar el progreso equitativo, muchos líderes prefieren avivar el miedo al extranjero, cuando en realidad todos compartimos la misma condición humana.

La historia de mi familia no es única. Como nosotros emigramos en busca de oportunidades, otros lo hacen ahora en dirección inversa. No hay personas ilegales”, sólo situaciones legales o ilegales. Deshumanizar a los migrantes con etiquetas discriminatorias perpetúa la desigualdad.

Quizás haya llegado el momento de replantearnos qué tipo de sociedad queremos ser.