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Perros sueltos

«Usted bien lo sabe: no estamos en Alemania o Suecia, por nombrarle dos países civilizados".

 

Frecuentamos mi mujer y yo la explanada del polémico Metropol (alias “Las setas”) donde en un parque para niños mi nieto disfruta. En la multifacética planicie corre con frecuencia una brisa agradable y se disfruta de una paz, solo alterada cuando aparecen de repente alguna bicicleta, un patinete y perros sueltos.

Una mañana, cuando más confiado estaba mi nieto de dos años jugando con una pelotita aparecieron dos canes y uno se la llevó entre sus dientes, con susto y llanto incluido. Todo ocurrió con una maléfica velocidad.  Lo  revisamos por si lo había mordido. Me dirigí a la dueña, una muchachita algo alejada de la adolescencia: «¿Ves las consecuencias por llevarlos sueltos? Hay una normativa municipal; si no lo haces llamaré a la policía». Pero dadas las carencias de agentes, tal vez lo hice sin convencimiento porque me miró impasible, retadora, diciéndome: «Pues denúncieme, viejo». Quizá ambos sabíamos de la dificultad de encontrar a un agente e, incluso de producirse el milagro, todo terminase en una recomendación cívica sin más, incluido el insulto al carecer de un testigo y menos dispuesto a declarar. Le dije a la gorrina la inmediatez en buscar a un agente pero ella, muy tranquila cogió a sus perros, los amarró y marchó por la calle Puente y Pellón.

Al cabo de unos días le pregunté a un policía local cómo actuar en esos casos. El hombre se acarició el mentón, me miró y dijo entre paternalista y filósofo:

«Usted bien lo sabe: no estamos en Alemania o Suecia, por nombrarle dos países civilizados. Estos asuntos son complicados y no espere garantías plenas por la vía judicial. Sabrá de una entidad para quitar las multas, tergiversando, mintiendo y colocando a los policías en muchas ocasiones en situación embarazosa. ¡Imagine la catadura de los sostenedores del tinglado!».

«Al producirse el incidente en un lugar céntrico tuvo la ventaja de haber llamado al 112 y, con algo de suerte por las complejas desviaciones telefónicas, un agente se hubiese personado. Ahora bien, si usted, llegada la ocasión no exagera un poco no aparecerán. Mire, he dejado de patrullar por el parque de Montequinto porque dos señoras de gran talla física, acompañada por un par de perros de igual tamaño, al verme se me abalanzan una y otra vez, quizá por animadversión al uniforme. He tenido intenciones fugaces de arrojarles una piedra, pero a estas alturas de mi vida sé contenerme porque cualquier juez me condenaría con un expediente de consecuencias fatales».

«Me provocan temor, lo confieso, aunque las señoras aseguran su pacifismo. ¿Sabe la solución? Pues patrullar por otro sitio. A los policías jóvenes les aconsejo prudencia y diplomacia para no verse expulsados del cuerpo por un exceso de celo. Necesitamos sobrevivir. Estamos en una sociedad donde se desconoce el civismo, insultamos alegremente, no se respeta la autoridad ni a los mayores. Todo amparado y protegido por contubernios. A este país solo lo podrían arreglar órdenes llegadas de Europa. Si  usted viese el tocho de las Ordenanzas Municipales…, enrevesado y aparatoso, hecho para arrumbarlo por abultado y complejo. Todo obedece a unos intereses bien planeados: no solo políticos sino económicos».

Mientras me hablaba con una sinceridad inesperada, viví su drama personal, fruto de la una persistente decepción. Al reproducir con exactitud mis propias convicciones, solo  fui capaz de mover mi cabeza con gestos afirmativos.

Siguió refiriéndome otros acontecimientos y los consejos de su padre, también policía municipal. Al despedirme le pedí perdón porque en ocasiones los critiqué por su pasotismo. El hombre me dio un golpecito afectuoso en la espalda y dijo: “No se preocupe, queda perdonado, nosotros comprendemos a los ciudadanos por la imposibilidad de expresase públicamente».

He tratado de reproducir con exactitud sus palabras porque describió con fundamento y naturalidad el progresivo deterioro social.