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Pesadilla

Pero la chica en cuestión estaba harta de violaciones y bofetadas.

 

Una chavala. Podría ser su hija, o su nieta. Le echa huevos, y sorprende al psicópata que la tiene encerrada en el sótano de un chalet, en medio del campo. A los malos les pasa eso: exceso de confianza. Desprecian tanto a sus víctimas que las creen imbéciles, incapaces, anuladas.

Pero la chica en cuestión estaba harta de violaciones y bofetadas. Harta de que, además, tuviera que estarle agradecida al tipo por alimentarla con comida de perro, obligada a comérsela en un platito en el suelo, a lametazos. Así que aprovecha un despiste del malvado, y le suelta un martillazo en la cabeza. Desgraciadamente, no consigue matarlo. Trastea nerviosa en el bolsillo del tipejo, en busca de las llaves del escondite, y ¡hala! al campo abierto, noche estrellada. Allí, al fondo, la luz de un motel de carretera.

La huida, campo a través. Porque el hostiazo en la cabeza del nota ha sido leve y, detrás, ya se oyen los rugidos del tipo, imprecándola. Luces.

Nuestra chavala llega al motel, y se encuentra con tres, ahí sentados. El dueño, su mujer, y el hijo. Los tres se llevan a matar; se aprecia enseguida. Y los tres desconfían del tipejo que tiene un chalet descuidado, unos kilómetros más arriba. En el umbral, la chavala: herida, sucia, aterrorizada, aterida, cojeando, “¡ayúdenme!”.

Pero los tres se quedan estupefactos. La chavala en la puerta, apenas se tiene en pie. La madre, malhumorada: “¿quién coño será esta puta, a estas horas?”. El padre, realista: “voy a llamar a la Guardia Civil”. El chaval, compasivo: “¡pero que pase y se caliente, hostia!”. Lo prohíbe la madre, iracunda: “¡tú qué sabes de quién coño se trata, gilipollas!”. La chavala termina por derrumbarse junto a la puerta de la entrada.

Afuera, unos pasos apresurados. Unos pasos que se acercan. Unos pasos que la chavala conoce demasiado bien, para su desgracia. Ante la inminencia de la catástrofe, levanta la mirada, implorante. Pero los tres, adentro, no terminan de ponerse de acuerdo.

“Dice la Guardia Civil que si es muy urgente, que tiene un accidente de tráfico a 26 kilómetros”, dice el padre. A fin de cuentas, no hay peligro evidente. La madre sigue instalada en la desconfianza: una joven, desconocida, sucia, aparecida de la nada, en medio de la madrugada; “vete tú a saber…”. El chico, sin embargo, se barrunta algo grave, y hace por aproximarle una manta. Será la madre quien se lo impida: “¡luego soy yo la que lava y tiende!”.

Llega por fin, el tipejo, sonrisa dulce en la boca, y levanta a la chavala del suelo con aparente amabilidad. La carita de terror de esta, entre churretes, solo impresiona a la juventud del chaval que, de nuevo, hace un ademán de aproximarse. Lo detiene un gesto firme de la madre, una vez más. Aterrorizada, la chica ni siquiera es capaz de gritar. Sabe que ya no tendrá otra oportunidad.

Se va el tipo, la muchacha al hombro, como un saco inerte. Un escueto “disculpen; está delicá… Pero ya no les vuelve a molestar”. Gruñe el padre, mientras va a llamar a la Guardia Civil: que no hace falta que vengan. La madre se cambia para acostarse, bien tranquila, mientras escupe: “esa está regular ná más…”. El chico… En cambio…

El chico en cambio despierta, y no es un chico: es un tío de 53 años y estaba en una pesadilla. Un pueblo hecho chavala, que le pegó un martillazo a un partido que la tenía secuestrada. Y, a punto de escapar, en medio de la noche, se encontró un motel donde tres incapaces no supieron ponerse de acuerdo, y apreciar, en ella, a gente que se merecen un futuro, no a gentuza sin remedio. A héroes del día a día, y no a un hatajo de vagos que no se merecen ser devueltos a las garras de una… (interrumpo. El calificativo me devuelve a la pesadilla).