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Populismo no es democracia: toca resetear y devolver el poder político a la sociedad civil

Los populismos llevan en su ADN un gen pendular y vertical, por el cual toda medida política genera casi de inmediato una reacción opuesta: identitarismo versus anti-identitarismo.

El populismo es hoy el principal responsable de la polarización que fractura nuestras sociedades. Pero su avance ha sido facilitado por el progresivo deterioro de un sistema democrático que lleva tiempo haciendo aguas. La falta de ideas capaces de adaptar los idearios de unas organizaciones políticas tradicionales, ya obsoletas, a la nueva era de la Ilustración tecnológica, y su reemplazo por acciones cortoplacistas dirigidas por líderes cuyo objetivo es perpetuarse en cargos orgánicos o institucionales, han abierto una brecha por la que se han colado los populismos de ambas orillas. Estos no ofrecen alternativas reales, sino que apelan demagógicamente a una falsa reconfiguración del espectro político: ya no se trataría de izquierda y derecha, sino de los de arriba” contra los de abajo”.

Los populismos llevan en su ADN un gen pendular y vertical, por el cual toda medida política genera casi de inmediato una reacción opuesta: identitarismo versus anti-identitarismo, sin necesidad de tratarse de intervenciones progresistas o conservadoras. Sirva como ejemplo el nacionalismo, que puede emerger tanto desde la izquierda como desde la derecha, aunque en esta última suele darse en el marco de un Estado consolidado: así ha ocurrido históricamente en España o, más recientemente, con el trumpismo en Estados Unidos. Cataluña representa una excepción: allí el nacionalismo no hunde sus raíces en lo cultural, sino en intereses económicos. Distinto es el caso de Euzkadi.

 

La confusión conceptual entre populismo y democracia

Durante siglos, la historia política de Occidente ha oscilado entre la institucionalización del poder y los momentos de ruptura emociona, por ese mismo orden. En las primeras décadas del siglo XXI, la irrupción del populismo como forma dominante de interpelación política ha generado una peligrosa confusión conceptual: se ha llegado a pensar que populismo y democracia eran sinónimos, o incluso que el primero representaba una forma más auténtica” del segundo. Esta confusión no sólo es epistemológicamente errónea, sino políticamente peligrosa. El populismo no intensifica la democracia: la caricaturiza. Y si se quiere salvaguardar el espacio público como lugar de deliberación racional, participación libre y autonomía ciudadana, urge resetear el sistema y devolver el poder político a la sociedad civil.

 

La falsa promesa populista

El populismo se presenta como la voz del pueblo verdadero”, opuesto a una élite corrupta, distante o decadente. Esta dicotomía entre el pueblo” y la élite”, entre los de abajo y los de arriba, es la base estructural del discurso populista, independientemente de su signo ideológico. Como bien explicó el politólogo argentino Ernesto Laclau, el populismo es una lógica discursiva que articula demandas insatisfechas bajo una identidad común: el pueblo”. Pero esta construcción no es ni neutral ni democrática: es una forma de reducción. El pueblo no es una categoría homogénea, sino un conjunto plural de subjetividades, intereses y visiones. El populismo, al condensar esa diversidad en una esencia única y supuestamente auténtica, destruye la complejidad sobre la que se asienta la democracia liberal.

Esta estrategia discursiva no es sólo electoralista, es una colonización del espacio público. En lugar de fomentar el pluralismo, el populismo lo reemplaza por una lógica amigo-enemigo, conmigo o contra mí, típica del decisionismo schmittiano. Se impone una falsa unanimidad donde antes había debate, una supuesta moralidad absoluta donde había conflicto legítimo. La política deja así de ser un ejercicio deliberativo para convertirse en un campo de batalla emocional.

 

Democracia y complejidad institucional

La democracia no es una exaltación popular ni una simple suma de mayorías. Es un entramado complejo de instituciones, normas, procesos y contrapesos que permiten a la ciudadanía participar, influir y controlar el poder sin que este derive en tiranía. Como advirtió Norberto Bobbio, uno de los más lúcidos teóricos del derecho político del siglo XX, la democracia no se define por sus fines —bienestar, justicia, igualdad—, sino por sus procedimientos: el respeto a las reglas del juego, la transparencia, la rendición de cuentas y, sobre todo, la alternancia pacífica en el poder.

Los populismos tienden a socavar precisamente esos procedimientos. Una vez en el poder, menosprecian la división de poderes, hostigan al periodismo independiente y reconfiguran las instituciones para perpetuar su hegemonía. Ejemplos abundan: el control mediático en Venezuela, la erosión del poder judicial en Hungría, la captura de organismos electorales en Turquía, o el intento de subversión institucional en EE. UU. bajo Donald Trump. El patrón es claro: se usa el voto para desmontar la democracia.

 

Populismo como distorsión de la democracia

Jan-Werner Müller, en What Is Populism? (2016), define al populismo como una lógica moralizante” que divide la sociedad entre el pueblo virtuoso” y las élites corruptas”. Esta dicotomía no es retórica: implica negar la pluralidad inherente a las sociedades modernas. El populismo, en esencia, es antipluralista, pues afirma que sólo una parte de la ciudadanía, la que apoya al líder, representa al verdadero pueblo”.

Esta visión choca con la concepción liberal de la democracia, que desde John Locke hasta John Rawls ha insistido en la necesidad de mecanismos que protejan a las minorías y garanticen la coexistencia de perspectivas divergentes. Como escribió Isaiah Berlin en Dos conceptos de libertad (1958), toda pretensión de una voluntad única” es intrínsecamente autoritaria, pues niega la diversidad de intereses y valores que caracterizan a las sociedades complejas.

El populismo, al operar en una lógica binaria es un pensamiento obsoleto, aunque se disfrace de vanguardista. Emula el origen maniqueo de la organización social basada en la oposición entre el bien y el mal, cuando el futuro nos exige avanzar hacia una superposición de valores, impulsada por la incorporación del paradigma cuántico en la vida cotidiana y, por ende, en la idiosincrasia del individuo.

Uno de los aspectos más inquietantes del populismo es su inclinación al decisionismo”, concepto desarrollado por Carl Schmitt en Teología Política (1922). Para Schmitt, lo político reside en la capacidad del soberano para decidir en situaciones excepcionales, incluso suspendiendo el orden jurídico. Los líderes populistas adoptan esta lógica: se erigen como únicos intérpretes de la voluntad popular, aun si eso exige vulnerar normas constitucionales.

Ejemplos históricos sobran: el peronismo clásico en Argentina, el chavismo en Venezuela, o más recientemente el trumpismo en el decadente imperio estadounidense. Como explicó Guillermo ODonnell en Democracia Delegativa (1994), este tipo de regímenes acceden al poder mediante elecciones, no,pocas veces gracias a alianzas fatídicas, pero luego concentran el poder y marginan a la oposición, desmantelando la democracia desde dentro.

El populismo también instrumentaliza el lenguaje. Como advirtió Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo (1951), los regímenes autoritarios manipulan el discurso público para crear realidades paralelas donde los hechos pierden sentido. Hoy, las redes sociales agravan esta dinámica, permitiendo a los líderes populistas eludir controles periodísticos y conectar directamente con las emociones de sus seguidores, generando burbujas informativas impermeables a la crítica racional.

 

La sociedad civil como antídoto: el sujeto político olvidado

Frente a esta deriva autoritaria disfrazada de voluntad popular, urge devolver protagonismo político a la sociedad civil. Lejos de ser una masa amorfa, la sociedad civil es un entramado complejo de organizaciones, movimientos, colectivos y ciudadanos que, desde fuera del Estado, participan de hecho en la construcción de lo público. La vitalidad democrática depende, en buena medida, de la solidez de esta red cívica que equilibra al poder, fiscaliza a los partidos y amplía la participación ciudadana.

Sin embargo, la sociedad civil está siendo marginada. Primero por el neoliberalismo, que redujo al ciudadano a mero consumidor y luego por el populismo, que lo convirtió en masa acrítica, subordinada al carisma del líder. Hoy, la tarea no es sólo resistir esa colonización, sino restituir el lugar legítimo de la ciudadanía organizada en el corazón del sistema democrático.

Resetear el sistema implica una regeneración democrática desde abajo. No basta con cambiar líderes: hay que reconstruir el tejido cívico, fomentar la educación política, habilitar canales de participación directa y deliberativa, y blindar las instituciones republicanas frente a su captura. Sin sociedad civil, la democracia es una cáscara vacía; con ella, es una fuerza viva.

Como advirtió Alexis de Tocqueville en La democracia en América (1835), sin una sociedad civil vigorosa, la democracia degenera en despotismo, tras una etapa de cinismo que deja atrás toda utopía política. La sociedad civil tiene funciones insustituibles:

•Crear foros de deliberación pública. Jürgen Habermas, en Teoría de la acción comunicativa (1981), sostenía que la democracia sólo es posible donde la razón, no la demagogia, guía el debate.

•Exigir transparencia. Casos como el Watergate, destapado por The Washington Post, demuestran que medios y think tanks independientes pueden ser más eficaces que muchos parlamentos.

•Promover la innovación política. Movimientos como el 15-M o Barcelona En Comú han mostrado cómo reinventar la política desde abajo, al menos hasta que dejan de ser sociedad civil y se convierten en partidos.

 

Necesidad de una pedagogía democrática

Toda regeneración política es también una batalla cultural. Superar el populismo no se logra sólo denunciando sus excesos, sino proponiendo una narrativa alternativa que devuelva dignidad al ejercicio cívico. Esta narrativa debe ser pedagógica: educar en la complejidad, en el disenso constructivo, en el respeto al procedimiento, en la conciencia de los límites.

Como recordaba Hannah Arendt, la política sólo tiene sentido entre iguales. No puede haber política donde reina la obediencia ciega o donde la voz del otro se percibe como amenaza. El populismo, al alimentar el resentimiento y el miedo, destruye esa igualdad simbólica que hace posible el diálogo. Por eso, una de las tareas urgentes es reconstruir una cultura democrática que entienda la diferencia como riqueza, el debate como virtud y la crítica como acto patriótico.

 

Reseteo democrático: propuestas concretas

1. Reforma educativa para una ciudadanía crítica

•Incluir filosofía política en enseñanza secundaria, con autores como Montesquieu, Rousseau y Arendt, entre otros.

•Promover alfabetización mediática para combatir la desinformación.

2. Fortalecimiento institucional

•Tribunales constitucionales independientes, como el modelo alemán.

•Leyes de mecenazgo cívico que garanticen fondos a medios y centros de análisis autónomos.

3. Democracia participativa y tecnología

•Plataformas que fomenten la participación y la invorporación de herramientas de las tecnologías emergentes, sin caer en plebiscitos populistas.

4. Democracia líquida y asambleas ciudadanas

•Delegación de votos a expertos y deliberación por sorteo, como en las reformas constitucionales de Irlanda.

 

Hacia una democracia post-populista

El siglo XXI exige repensar la democracia en un contexto de disrupción tecnológica, crisis ecológica y polarización. Pero este replanteamiento no puede significar rendición ante el populismo, sino su superación. Es necesario un nuevo contrato social que combine innovación institucional y empoderamiento ciudadano. La representación no debe abolirse, sino complementarse con mecanismos que aseguren control ciudadano desde abajo.

Resetear la democracia es también repensar sus fundamentos: recuperar la verdad como bien público, restaurar el valor del conocimiento experto y desmontar el relativismo nihilista que equipara toda opinión a un hecho. El populismo no es democracia; en el mejor de los casos, es una patología de ella; en el peor, un síntoma de su decadencia.

Si queremos que la democracia siga siendo el marco de convivencia en nuestras sociedades plurales, debemos defenderla con rigor, renovarla con inteligencia y ejercerla con valentía. Resetear el sistema no es una opción, es una necesidad ética: devolver el poder a quienes nunca debieron perderlo, los ciudadanos libres, críticos y organizados.

En definitiva, la democracia es complejidad, no un mero eslogan. El populismo no es la voz del pueblo, sino su caricatura. Como advirtió Arendt, el totalitarismo nace cuando la política se reduce a consignas y se abandona la responsabilidad cívica. La solución no está en una nostalgia tecnocrática, sino en una sociedad civil ilustrada que exija instituciones sólidas y líderes conscientes de sus límites.

Vaclav Havel lo expresó con claridad: la verdadera política es el arte de lo imposible: servir a los demás sin caer en la tentación del poder absoluto”. Resetear la democracia no es un deseo, sino un imperativo.