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¿Qué falla en la Justicia?

La sobrecarga intolerable de asuntos derivada de la existencia de la obsoleta y muy cuestionable figura del Juez Instructor.

 

Es algo que todos estamos hartos de oír e incluso de decir. Tanto que hasta parece haber perdido su sentido. Al igual que con la corrupción o con las injusticias sociales, la sobrecarga informativa y el hastío producido por una permanente ineficacia y por un mal funcionamiento crónico, genera una actitud de pasividad en el ciudadano ante la constatación de su aparente insignificancia. Algo así como cuando en la Administración Pública te dicen ‘¡Pues reclame!’ ante una queja puesta en conocimiento por cualquier ciudadano, precisamente porque saben que no sirve absolutamente para nada. Cuando cualquiera de nosotros tiene la buena o mala fortuna de tropezar con lo que hemos dado en llamar ‘Justicia’, lo que nos embarga de momento es una desagradable sensación mezcla entre incertidumbre y desasosiego. Justo lo contrario de lo que se empecinan en hacernos creer: que estamos en manos de un sistema fiable en el que podemos confiar a ciegas porque, de un modo u otro, nos dará lo que merecemos.

 

En Sevilla, los días 19 y 20 de septiembre, ha tenido lugar el I Congreso Internacional ‘La Administración de Justicia en España y en América’, organizado por Pilar Martín Ríos y Mª. Ángeles Pérez Marín. Profesoras Titulares de Derecho procesal de la Universidad de Sevilla. Numerosos profesionales del Derecho Procesal de universidades pertenecientes a casi todas las comunidades autónomas, así como de los ‘territorios de ultramar’, que se diría, como México, Colombia o El Salvador han reflexionado en estos días sobre el tema que nos ocupa. Y nos han hecho reflexionar a los demás. Reflexiones que van más allá del puro entorno académico, porque cuando los profesionales en la materia claman contra las mismas taras de las que se queja el ciudadano de a pie, no se da uno cuenta sólo de que estamos en el mismo barco, sino también de que hay un eslabón muy importante en la cadena que falla. Que no son los ciudadanos ni los profesionales. Tienen nombres y apellidos: el legislador, el gobierno y la clase política.

 

No es esto el exabrupto típico, que no pierde la ocasión de poner a parir siempre a los mismos, sino la prueba de que los vicios eternos se mantiene años coleando sin que se les ponga solución aun conociéndolos por quienes llevan esos mismos años detentando el poder.  Si los problemas fuesen nuevos y necesitáramos de un grupo de iluminados que nos dijera qué hacer, podría entenderse. Pero cuando los iluminados han agotado todas sus reservas de saliva señalándolo, y los ciudadanos hemos llegado al hartazgo, y aun así, no se hace nada, se acaban rápidamente las excusas. Porque, al fin y a las postre, la principal consecuencia es que nos nieguen el Derecho a la Tutela Judicial Efectiva consagrado en el artículo 24 de la Constitución.

 

Y no hay más que presenciar o participar en  un juicio, en el que en más casos de los que sería aceptable -si es que alguno lo fuera, entiéndase a modo retórico- el equilibro de partes exigible entre Abogado Defensor y Ministerio Fiscal no existe. El Fiscal y el Juez comparten pasillo y oposiciones. Forman parte del mismo gremio y tienen acceso mutuo siempre que quieran. El Fiscal, de hecho, puede contrastar cuestiones con el Juez cuando lo crea oportuno. El Abogado de la Defensa está inerme ante él, entre otras cosas, por el plus de credibilidad que siempre tiene el Fiscal. La diferencia abismal que existe entre el trato del Juez con el Abogado y con el Fiscal demuestra que se juega con las cartas marcadas, excepciones de rigor mediante. No sólo eso, sino que la vertiente acusatoria del Fiscal lo ha convertido en una figura que se ha emancipado de la defensa de los intereses de la ciudadanía para ejercer un rol que pivota sobre recabar pruebas contra los acusados de turno.

 

Y hay más. La sobrecarga intolerable de asuntos derivada de la existencia de la obsoleta y muy cuestionable figura del Juez Instructor, que conlleva la dilación exasperante de la investigación y formación de causa hasta que, como en el caso de los EREs de Andalucía, muchos asuntos individuales prescriben, implica que las valoraciones las realicen los tribunales in situ, sin tener en cuenta el esfuerzo argumentativo de los abogados y relativizando hasta su irrelevancia lo que los acusados y las víctimas tengan que decir. ‘¡Abrevie!’ se suele espetar. Y se abrevia. Si tener oportunidad de decir todo lo que preciso decir, y sin poder tener la oportunidad de desarrollar una exposición clara de los hechos ni del contexto en que estos se producen. Es decir, sin poder hablar. Al final, la resoluciones son mecánicas y meros ‘copia y pega’ de jurisprudencia mayor o menor. Hay sentencias que no merecen la pena ser leídas una vez que se observan las que se citan en su texto. Si el Ministerio Fiscal se convirtiera en la verdadera figura instructora del caso, reservando al Juez un papel de supervisión, a la vez que abandona el primero su rol fundamentalmente acusatorio para convertirse de verdad en un auténtico defensor de los intereses públicos, a buen seguro los tribunales se descongestionarían notablemente, y las personas y sus abogados serían debidamente oídos.

 

Mas el corporativismo manda, y en una estructura piramidal en la que tanto el Consejo General del Poder Judicial como el Fiscal General del Estado son nombrados por los políticos (por el Congreso junto al Senado el primero, por el Gobierno el segundo), en vez gozar de un Poder Judicial elegido directamente por los ciudadanos como el resto de los demás poderes, la ‘justicia’ independiente simplemente no puede existir jamás. Tanto en cuanto que la nefasta costumbre de la Tiranía Normativa convierte a las leyes en un obstáculo para el funcionamiento dinámico de la sociedad, generándose una jurisprudencia más atenta al cumplimiento literal del precepto legal de turno que a los auténticos intereses de las personas. Intereses que no son tutelados y que provocan un coherente y justificado alejamiento del ciudadano medio de todo ese entrado extraño, lejano y ajeno que es la ‘Administración de Justicia’. Que administra, sí, pero no justicia.

 

A pesar de que aún existen profesionales que pretenden enmendar los fallos, la perversión de las garantías jurídicas para el privilegio de las minorías financiadas por los lobbies y que los políticos han hecho suyas, termina por componer un mosaico de lo más detestable, a pesar de los notables avances que en garantías se han producido en estas décadas, condenadas ahora a un retroceso intolerable. Los grandes principios son grandilocuentes. La administración de justicia ‘directa’ y particular es cruda. Ahí están los Juzgados de Violencia sobre la Mujer, que lejos de tutelar adecuadamente los intereses en presencia, parten de una presunción de culpabilidad sobre el denunciado hombre y de un blindaje de veracidad de la denunciante mujer, en función no de las pruebas, sino del grupo biológico al que se pertenece. Lo mismo sucede con las minorías supuestamente merecedoras de una tutela ‘especial’, que parten con la ventaja de la credibilidad a priori otorgada por el Juez en detrimento de aquello que tenga que alegar alguien no perteneciente a estas minorías. En definitiva, la inmensa mayoría de la población, que financia con sus impuestos y su trabajo una Administración que no les reconoce en la práctica una tutela acorde con los principios constitucionales que a todos les gusta esgrimir para justificar sus injusticias.

 

Una conclusión tan clara como lapidaria, triste e impotente: la clase media, que es la que tira de este país, no es valorada ni atendida como recoge la Constitución por la mal llamada ‘Justicia’. La Justicia está reservada para los políticos, para los poderosos y para sus minorías privilegiadas para ganar votos. Los demás no contamos, porque nadie espera que podamos hacernos valer algún día.