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Restauraciones celestiales

La Sevilla barroca torció el gesto y masculló, algo comprensible dado el fuerte arraigo de las tradiciones iconográficas.

 

En estos días quedó confirmado el dicho: ‘De lo sublime al ridículo hay un paso’, porque volvió a repetirse la historia iniciada en 2012 por doña Cecilia Giménez, señora de 82 años metida a restaurar el ‘Ecce Homo’ del Santuario de Misericordia de Borja. El rocambolesco destino potenció a la humilde población en centro turístico para ―supongo― reírse los curiosos del desastre. El Santuario dio la vuelta al mundo, revolucionó las redes sociales y dejó a la cultura general artística española a la altura del betún.

 

Ahora vuelve a repetirse la historia en Valencia. Un señor, propietario de una Inmaculada Concepción  de Murillo, tuvo la infeliz idea de encargarle a un rehabilitador de muebles la restauración como si se tratase de un enser cualquiera y ‘se la cargó’. Al parecer, solo era un adecentamiento del marco pero, una vez puesto, el ebanista le dio unas briosas pasadas limpiadoras para a continuación iniciar los pasos de don Bartolomé Esteban Murillo. La pareja restauradora pasará a la historia de los desaguisados.

 

Hay muchos casos: la restauración de Sansón en la Catedral de Baeza, bautizado como el Ecce Homo de la localidad. El San Jorge de San Miguel, de Estella, talla policromada del siglo XVI, del cual dicen las críticas: «Ha quedado hecho un soldadito de plomo». El ángel de la Parroquia de Reinosa en Cantabria. El pueblo salmantino de Peñaranda de Bracamonte también tiene su patrón restaurado por inexpertos, un San Miguel Arcángel, del siglo XVII.

 

Por estas tierras sureñas, dadas las muchas imágenes, algunas requieren restauraciones, vapuleadas por el matiz indefinido del tiempo o, en algunos casos por manos inspiradas aunque sin llegar a las osadas de doña Cecilia, claro. Cuando les llegan a los responsables cofrades restaurar una emblemática imagen tiemblan  de susto, aun dispuestos a pagar a profesionales reconocidos porque los rostros son muy complicados de retocar, sensibles a la menor sombra o pequeños rasgos, ya suprimirlos, añadidos o retocarlos. Me atrevería a calificar a las restauraciones como un proceso más conflictivo comparado con una obra nueva. Los devotos se acostumbran imperceptiblemente  a la mencionada pátina y si el restaurador la suprime para limpiarla, resulta frecuente escuchar: «¡Esta no es ‘mi’ Virgen, la mía no estaba tan blanca!». Y surge algo parecido a la extirpación de un lunar, convertido en un rasgo singular de, normalmente, una persona querida: la objeción brota, porque la habitual manchita adquirió la categoría de seña de identidad, en absoluto se tuvo como defecto.

 

Conocí hace años a un estudiante de Bellas Artes, dedicado en sus ratos libres para ganar un dinerito a retocar fotografías en blanco y negro. Provisto de un lápiz convencional y paciencia, rellenaba el salpullido de las manchitas blanquecinas. Este ‘arte menor’ resultaba fundamental para el beneplácito del producto.

 

Corría la década de los años sesenta del pasado siglo. En un programa radiofónico cuaresmal de Radio Vida le hicieron una entrevista a un joven religioso jesuita, profesor universitario de filología. «¿A usted le gustan las imágenes de la Semana Santa?». Tras una pausa, respondió: «Reconozco el valor artístico de la mayoría y respeto los sentimientos suscitados, pero prefiero la abstracción, dada la imposibilidad de una mínima aproximación al verdadero rostro de Jesucristo o su Madre. Si activamos  nuestra capacidad imaginativa surgen más vínculos afectivos, también se eluden situaciones rayanas con la idolatría». De inmediato, pensé en el revuelo posterior. Muchos medios se manifestaron con mayor o menor ira, y más por salir de un sacerdote católico. Algo parecido ocurrió cuando en una nueva parroquia de un populoso barrio sevillano colocaron en el altar mayor un crucificado hecho al parecer de largueros de madera, sin rasgos ‘humanos’ ni nada parecido. La Sevilla barroca torció el gesto y masculló, algo comprensible dado el fuerte arraigo de las tradiciones iconográficas.

 

Otro caso farragoso fue el Cristo de Dalí, obra sin duda excepcional para el abajo firmante Puestos a elucubrar, pudiese brotar en algún curioso de las restauraciones algún comentario parecido al siguiente: «Pues mire usted, al observar el ‘Ecce Homo’ restaurado me brotaron simpatías y tiernos afectos, le rezaré porque unas pinceladas más o menos afortunadas no deben enturbiar el simbolismo. Si vamos a eso, ¡Vaya imágenes de vírgenes, algunas poseen pestañas tan largas como las de nuestras cupletistas y con coloretes a rebosar…!».

 

Seguirá el antropomorfismo de un Dios padre de largas barbas, anciano de raza blanca, sentado en un trono real, en absoluto considerado como espíritu trascendente. Cabe la irrupción de un reparador dispuesto a retocar sus barbas y dejar al Padre hecho un barbilampiño.