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Solitarios

Gente solitaria, generalmente poco comunicativa de los que, poco a poco, vas conociendo sus gustos a fuerza de atenderles una y otra vez.

 

A un bar o a un restaurante entra todo tipo de clientes y en todos los estados anímicos imaginables. Hay reuniones multitudinarias, íntimas, discretas, escandalosas, serias, jocosas, etcétera. Muchas veces en una barra o en una mesa se hablan cosas imposibles de imaginar; conversaciones más propias de un despacho o de la intimidad de un hogar, no de un lugar rodeado de gente a la que no se conoce; aunque quizás por ello mismo se dispara la sensación de privacidad, como ya he comentado en alguna ocasión.

 

En mi negocio se han hecho confesiones inconfesables, se han propuesto cosas imposibles, se han jurado amor eterno, odios irrefrenables, como el de aquella señora que estaba cenando con un abogado, exponiéndole sus dudas sobre la fidelidad de su marido, que esos días estaba fuera de la ciudad, de negocios, y que, de sopetón, apareció en mi comedor muy acaramelado con su amante. Se llevó un bofetón que resonó hasta en la Plaza Nueva. Conversaciones frívolas o trascendentales. Algunas veces discretamente y otras como si los camareros fuésemos de escayola o directamente sordos o lelos. En muchas ocasiones me he preguntado sobre si esa indiscreción era fruto de una simple falta de precaución o una inexplicable sensación de impunidad.

 

Sin embargo hay un tipo de clientes que no podemos clasificar en ninguna de estas categorías: los solitarios. Son mucho más frecuentes en una barra que en un comedor. Los he tenido incluso habituales. Gente solitaria, generalmente poco comunicativa de los que, poco a poco, vas conociendo sus gustos a fuerza de atenderles una y otra vez. No sabes ni cómo se llaman, ni dónde viven, ni a qué se dedican.
Son educados y taciturnos. A veces –e inconscientemente—juegas a adivinarles una vida, una causa a esa soledad. ¿Es buscada o impuesta? También hay ocasiones en que un impulso inexplicable te empuja a intentar una charla con ellos, pero te frenas. No es tu misión. Si el solitario da el primer paso, adelante. Si no es así, mejor dejarlo pasar, aunque la duda de una falta de empatía te corroa, pero nadie tiene derecho a perturbar esa ¿paz?

 

Como os comentaba, la barra es el territorio habitual de ese tipo de cliente; servicio más ágil, estancias más cortas, cambio de carta, de decorado y de vecinos, aunque de estos últimos apenas si se percatan; el solitario se concentra en su bebida, su comida y sus pensamientos. Sin embargo también los hay que prefieren la mesa y mantel, sobre todo los viajeros, que no tienen costumbre de comer o cenar en barras. Estos clientes son más susceptibles de ser analizados; la mayor distancia con ellos y el tiempo de estancia, más amplio, casi invitan a ello. Que sí, que vale, que allá cada cual con su vida, pero las preguntas siguen afluyendo a nuestras inquietas mentes.

 

Pero, ¿y ellos? ¿Simplemente dejan pasar el tiempo o también nos analizan?,¿Juegan también a adivinar nuestros pensamientos? Se me viene a la cabeza unas declaraciones de alguien tan poco sospechoso de eremita como Arturo Pérez-Reverte en las que relataba cómo se sentaba en un extinto velador de La Campana, junto al quiosco de prensa de Curro, a ver pasar discretamente a los paseantes, pertrechado tras un café, mientras elucubraba sobre ellos y los usaba como inspiración de sus relatos; y todo ello mientras casi vivía en Sevilla (o sin el casi) para documentarse y escribir su novela “La Piel del Tambor”; época en la que tuvo lugar su primera visita a mi casa y el flechazo entre el gran novelista y mi cordero a la miel con espinacas y piñones, que fue instantáneo. Y siempre con amigos, nunca solo como en La Campana.

 

En una ocasión me reservaron una mesa a mediodía para Simply Red, un grupo musical muy de moda a finales de los ochenta y principio de los noventa que llegó a vender cincuenta millones de discos. Cuál fue mi sorpresa cuando llegó la reserva: una sola persona. Supuse que se trataba de Mick Hucknall, su líder y fundador, por lo menos tenía el pelo tan rojo como aquel, y la misma cara de mollatoso de cerveza de pub. “Bon vivant” –dicen— y mujeriego impenitente, aquel día nadie lo hubiese dicho. Por la noche daba un concierto en Sevilla y, simplemente se sentó y dio buena y rápida cuenta de un solomillo a la plancha con papas fritas. Mudo, seco, arisco. Le pasé el libro de firmas para tener un recuerdo de su visita. No firmó con su nombre, sino con el del grupo: Simply Red y una dedicatoria igual de concisa que su conversación: “gracias”. Y pare usted de contar. Me gustaría que alguien me contase su método para seducir tanta hembra, porque labia, lo que se dice labia…

 

En el libro le antecede Julian Schnabel, laureado pintor y director de cine norteamericano y le sucede Emilio Aragón, polifacético artista español que también se dedicó a la música durante un tiempo, aunque vendió algunos discos menos que nuestro ¿amigo?