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Taiwán bien vale una paz, pero la solución estable pasa por Bruselas.

El relato es la principal batalla que aún seguimos perdiendo los occidentales cuando será el punto que marcará el sentido de la victoria.

 

“Muchos piensan que quienes cometen atrocidades 
tienen que estar locos. La realidad es que no son producto 
de la locura sino de la maldad. Rabiosamente insatisfechos, 
son sádicos, locuaces, expertos en la evasión y en el engaño 
e incapaces de sentir culpa. Matan y no sienten nada”

Luis Rojas- Marcos. Psiquiatra 12.03.2022 

 

 

La solución a corto plazo del conflicto de Ucrania pasa por Pekín, pero a medio y largo plazos, una salida estable a la crisis pasaría por Bruselas. Se nos presentaría así la oportunidad para fijar las bases de un multilateralismo sostenible que posicionara a Europa, incluyendo en ella a Rusia, como el tercer gran jugador en el tablero de la geopolítica mundial, haciendo valer la baza cultural como su gran activo, para lo que habría que diseñar una hoja de ruta hacia una unión europea ampliada y edificada sobre los principios de solidaridad y equidad de la actual, con un gran objetivo de libertad democrática y paz sostenibles a medio y largo plazos para las naciones y pueblos que la integraran. Para Rusia, en Europa encontraría su mejor futuro, el más autónomo y el que mejor horizonte socioeconómico le ofrecería. Para Europa, sería la mayor garantía de estabilidad a medio y largo plazos. Putin no ha sabido hacerlo y eso probablemente será lo que acabe cavando su tumba política.

 

El relato histórico- cultural de Putin, debidamente castigado mediante un punto de partida en el tiempo elegido a capricho, lo que objetivamente invalida sus conclusiones, intenta legitimar así sus tropelías. La historia, hasta ahora, la han escrito siempre los vencedores y gracias a unas plataformas de comunicación al alcance de cualquiera, nos estamos encontrando hoy con historiadores y politólogos que, por activa o, por pasiva, están escribiendo ya la guerra de Putin, que no es exactamente la del pueblo ruso contra el pueblo hermano ucraniano, como justifica el relato madre de la invasión.

 

La manipulación del relato para justificar la invasión de otro país, situando el punto de partida histórico en Iván el Terrible, que no en el escenario inmediato anterior en el que Moscú era cosa de Kiev, y la obsoleta razón de controlar presencialmente para su defensa el artificial istmo europeo que separa occidente del imperio ruso y su visión de illuminati por la que pretendería adjudicarse más países que forman parte del mismo, hoy sólo puede ser cosa de una mente humana tóxica.

 

Putin juega con los sentimientos del pueblo ruso mediante un relato nacionalista de corte imperial que huele a naftalina, inspirado en lo peor de los regímenes zaristas y comunistas del siglo XX en Rusia, en alianza con la cúpula de un clero retrógrado capaz de justificar la invasión de Ucrania porque así se eliminaría a muchos gays y lesbianas del mundo.

 

Pero, vayamos a la solución, el problema ya está creado por Putin, aprovechando el recalentamiento de sus ideas durante los dos años en los que no ha salido del Kremlin, autoconfinado por el pánico que sentía a ser contagiado por la COVID y con la mayoría de los países democráticos padeciendo aún grandes agujetas provocadas por la pandemia. Tras esos dos años, ha debido llegar a la conclusión de que si no hacía algo espectacular, el final de su vida política estaría próximo, y tal vez su propia vida, dado el fracaso en la gestión de un país que está hoy mucho peor que cuando él llegó al poder en 1999 y cuyas perspectivas a medio plazo son francamente negativas.

 

Antes del comienzo de la invasión de Ucrania, algunos notables dirigentes occidentales visitaron Moscú, pero obviaron acudir presencialmente a Pekín. Craso error, dado que era precisamente allí donde se encontraba la clave para haber parado a un Putin desatado ante una necesidad imperiosa de salvar la burbuja de una política de la eternidad que estaba a punto de estallar.

 

Para China, Rusia carece de interés en estos momentos más allá de contemplarla un peón que formaría parte de su tablero de juego globalizador, ya que por su nivel de desarrollo económico su potencial de consumo es relativamente bajo. Se trataría de un país que le facilitaría una importante servidumbre de paso hacia Europa y también, de vez en cuando, una mano firme para intervenir en su nombre ante las altas instancias de los países limítrofes con China cuyo poder político está ocupado por gobiernos títeres al servicio de Moscú, tales como sería el caso de Kazajistán para cortar sus apoyos a los movimientos musulmanes en algunas zonas del interior del territorio chino.

 

El clan de los oligarcas nacidos a los pechos de Putin para que se convirtieran en su caballo de Troya en occidente, hace tiempo que rompió su cordón umbilical con él, por lo que no dudaría ahora en soltar sus últimas amarras del Kremlin si se ve amenazado en sus intereses económicos y financieros por parte de los gobiernos democráticos occidentales. Tampoco sería improbable que las nuevas generaciones de militares que no vivieron la época soviética también estuvieran interesados en acercarse más a una Europa que familiarmente han venido conociendo a lo largo de las últimas dos décadas y de la que les gusta disfrutar porque la consideran más cercana a su idiosincrasia que a la de sus compatriotas de la zona asiática de su país.

 

Que haya putinistas en Rusia, como aquí en su día había franquistas, es lo normal en cualquier régimen autocrático. Lo curioso es que en el baño de masas de la semana pasada, Putin no consiguiera llenar más que un espacio que tiene un aforo máximo de poco más de 80.000 personas, como mucho 100.000 incluyendo la zona de uso deportivo, aunque la propaganda del Kremlin habló de 200.000 personas. En cualquier caso, nada comparado con lo de nuestro dictador que para grandes concentraciones por debajo de 500.000 personas ni se molestaba en salir del Palacio del Pardo.

 

El relato es la principal batalla que aún seguimos perdiendo los occidentales cuando, muy probablemente, será el punto de referencia que marcará el sentido de la victoria, y hasta ahora sólo ha sido neutralizado parcialmente por el del presidente de Ucrania, elaborado sobre todo para consumo interno. En Europa no deberíamos seguir comprando ese relato cultural que nos está llegando con un envoltorio histórico tramposo y, sobre todo, ya estamos tardando en crear uno propio alternativo que discrimine al pueblo ruso de su máximo dirigente actual y que le mostrase un escenario de brazos tendidos para su participación en la construcción de una unión europea ampliada en la que se contemplara la realidad y la idiosincrasia de los pueblos eslavos, hoy mucho más europeos que asiáticos, tal como lo venimos comprobando con los ciudadanos de otros países de la misma etnia ya incorporados a la UE.

 

Rusia, fuera de una nueva unión europea ampliada sólo sería un usufructo de paso de la nueva ruta de la seda de China y, como diría Borrell, un país de gasolineras y cuarteles, y yo agregaría que también de granjas de hackers, lo cual no creo que forme parte de la aspiración del pueblo ruso que al día de hoy cuando ya conocen bien cómo viven los ciudadanos en el resto de Europa, algo que el poder soviético pudo ocultar durante décadas en las que sacrificó la libertad de sus ciudadanos por un bien común que al final se pudo comprobar que no era tan común, ya que los principales beneficiarios eran los miembros de una casta burocrática que ostentaba el poder político.

 

A corto plazo, la solución está en manos de Pekín, previa negociación a tres bandas con Washington y Bruselas, en la que la hongconización de Taiwán y el alcance de la nueva ruta de la seda formarían parte de la contrapartida a China a cambio de que Rusia volviera a posiciones razonables a partir de un alto el fuego inmediato, por una parte, y de la apertura inmediata de negociaciones para un periodo inicial de relaciones comerciales preferenciales entre Bruselas y Moscú, como un primer paso para la incorporación de Rusia a una UE reseteada, por otra. Esto sí sería jugar a un futuro estable que a la vez permitiera que Europa pudiera sentarse a la mesa de los dos grandes imperios como un comensal más haciendo valer su fortaleza, su inmaterial activo cultural.

 

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