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Un aullido interminable

Clara Guzman
Clara Guzmán

Dices ahora que la gente no tiene pudor y tienes que batirte en retirada, como poco. Si dices o escribes algo que no es políticamente correcto, te imponen un correctivo. Ergo, habrá que volverse corrosivo o correoso. Correoso no sé pero hacer el oso lo hacen unos cuantos a raíz de la implantación de las nuevas tecnologías, léase, por ejemplo, el móvil de los co…lones.
Servidora viaja lo justo y necesario, tampoco me voy a poner aquí a echarme flores de Willy Fog, que ya me gustaría. O sea, que cojo el AVE de vez en cuando y que, como todo el mundo, tengo mis tres o cuatro anécdotas de algún que otro “movilizado”. Sí, de esos que parece que movilizan para que cuenten y no acaben sus proezas en distintos campos y que su verborrea se convierta en un aullido interminable (gracias, José Agustín Goytisolo; gracias, Julia).
Un aullido interminable fue la conversación de aquel señor que, recién estrenado el AVE, a finales del 92, me tocó en suerte en preferente. Bajito, rechoncho, con un negro sospechoso en el cabello, y desertor de la educación y de los principios fundamentales del “móvilmiento” , hizo su primera llamada a su santa esposa. “Que no me compliques la vida, que tú tendrás tus problemas domésticos, pero los míos son de campeonato. Ya sabes cómo son los sevillanos, así que no vuelvo hasta mañana. ¡Hala, aire!”.
Acto seguido y acariciándose con burda delectación la corbata (¡ay, Freud de mis entretelas!) volvió a marcar. “¿Todo preparado, Noelia? ¿Le has mandado las flores? ¿Y los bombones? ¿Marrón qué? ¿Eso está bueno? Es que llamándose marrón no sé. Te debo una”.
El colofón lo puso la tercera llamada. Momento de salir a buscar oxígeno. “Nena, ¿qué llevas puesto? Ayyyyyyyy, prepárate que va tu tarzán…” En fin, corramos un tupido velo que estamos en horario infantil.
La otra anécdota fue hace unos años en pleno “boom” de los Eres. El señor que iba en el asiento delantero en turista aprovechó el tiempo del viaje, para que luego digan que los españoles no trabajamos, y se hizo el ERE de su empresa a golpe de móvil. “A ver, apunta, a la Caballo nos la cepillamos. Sí, hombre, (aquí, nombre y dos apellidos). Además me cae mal, es una estrecha que no quiso mojar conmigo en la cena de empresa de Navidad. ¿Que es tu chica? Pues que te aproveche, tío”.
Pero el AVE no es el único sitio propicio para perder a granel el pudor. Soy autobusera y frecuento el 6, el 1 y el 3. En este último mis compañeros de bus y yo escuchamos a un deslenguado muchacho contarle a un amigo cómo estaba defraudando al seguro con un falso accidente de coche, según las directrices dictadas por el Jonathan. La conversación, a voz en cuello, duró el trayecto completo, así que todos recibimos una clase magistral en Rinconete y Cortadillo, versión siglo XXI.
La guinda la puso la chica que mascaba chicle de forma compulsiva cuando le contó un lunes a su amiga, en el 1, su rollo de fin de semana. “Tía, que resulta que el (aquí el mote del interfecto; mote que hizo dar un respingo a dos pasajeros) es manso. Que sí, que no hubo manera. Que tú sabes que yo me manejo bien con los tíos, pero éste nada. ¿Qué hice? Liarla parda. Y el (aquí su nombre de pila) me dijo que era por el estrés. Le daba yo estrés, tía”. El tía y las pompas rosas del chicle no faltaron en la conversación telefónica.
Sin pudor y sin perdón, porque luego vendrán con la cantinela esa de la canción del novio que había coronado a la novia con su mejor amiga y le decía contrito, pero de boquilla: “Lo siento mucho, la vida es así. No la he inventado yooooo”.
O sea, un aullido interminable.