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Una cuarentena de tontos confitados

Eso es lo que más me está indignando en esta época de coronavirus universal. El que me tomen por un “tonto confitado”.

 

He estado diez días sin escribir porque me conozco y, es tal el volúmen de malahostia reconcentrada que llevo dentro, que podría cometer cualquier imprudencia que me llevara ante los tribunales. Y no está el tiempo como para que, además de soportar la prisiòn incondicional a la que nos tienen sometidos, te empapelen por difamación. Estamos a punto de llegar a la cuarentena de confinamiento domiciliario. Cuarenta días y cuarenta noches, como los que estuvo encerrado Noé en su arca soportando el diluvio universal. Nuestra arca es nuestro piso donde las únicas ventanas al exterior son esas que se abren todos los días a las ocho de la tarde para aplaudir a quienes se juegan la vida por nuestra supervivencia en hospitales y centros de salud, en las calles, en las carreteras, en los campos, en las granjas, en los tanatorios o en los supermercados. Esas ventanas que se pueblan de colegas de prisión a los que saludamos aunque desconozcamos sus nombres y con los que hemos acabado haciendo una especie de orfeón donostiarra vecinal para entonar el Sobreviviré como vía de escape a la monotonía diaria.

 

Esas ventanas y otras muchas peores como la de la tele o las de las redes sociales son las que socializan nuestro confinamiento mientras los políticos se dedican a insultarse si poner remedio a la pandemia y nos tratan como a pardillos. Eso es lo que más me está indignando en esta época de coronavirus universal. El que me tomen por un “tonto confitado”. No me puedo creer que seis meses después de iniciarse la epidemia en China, todavía haya “expertos” que no aclaren cómo se puede infectar el personal. Te dicen que por la saliva, pero después te aclaran que también por el aire, y por cualquier objeto que toques. Vale. Te pones guantes y mascarillas, pero, además de que conseguirlas es toda una odisea, hay quien afirma que no sirven para nada, bueno sí, para que tú no contagies al vecino, pero no para evitar que tú te tragues el bichito en cuestión. Después está lo de lavarse la manos, que está bien, pero también hay que desinfectar los zapatos con lejía, la ropa, los cubiertos, las frutas, los tetabrik de la leche, el pescado, la carne, los botellines de la Cruzcampo…Vamos esto es un sin vivir. Te tiras todo el día, balleta en mano, limpiando cosas por toda la casa. Menos mal que vivo en un piso y no en la mansión de la Preisler. Si así fuera, no acababa en un año de darle a la balleta e iba a necesitar una cisterna de lejía para estar tranquilito y dormir a pierna suelta.

Y es que la tele, que parece que se ha tomado en serio eso de formar, informar y entretener, está estos días echando el resto las veinticuatro horas del día, sobre todo más en formar que en informar. No hay programa que no dedique al menos la mitad de su tiempo a lo que llaman “crisis del coronavirus” y, ahí tienen a los expertos de siempre, ya saben, esos que tan sólo hace mes y medio lo sabían todo sobre el reto independentista catalán y que ahora se han reconvertido en científicos epidemológos que te dan lecciones y cursos sobre cómo habría que actuar para atajar la pandemia.

Como periodista me resulta curioso observar que hay dos posturas totalmente enfrentadas. Por un lado, la Cope, El Mundo y ABC, que se dedican a denunciar las numerosas irregularidades, meteduras de pata, censuras previas, test de juguete, escasez de mascarillas, falta de previsión, abandono de los sanitarios de primera línea y de los pequeños autónomos y diversas irresponsabilidades del Gobierno de Pedro Sánchez que ha logrado que España alcance en menos de dos meses, el récord mundial de muertos por cien mil habitantes. Todo un logro. Ya nos acercamos a los veinte mil. Veinte mil vidas truncadas, veinte mil familias que han perdido a alguien sin poder despedirse de él o de ella. Veinte mi mártires en una epìdemia que se ha cebado con una generación ejemplar que colocó este país, destrozado por una guerra civil, entre los más desarrollados del mundo. Un sueño que puede terminar en pocos meses si alguien no pone remedio al actual disparate. Un disparate que se agiganta gracias a las miles de fakes news que colapsan todos los días y a todas horas nuestros móviles y nuestras tablets.

 

Por el otro lado está el resto. La inmensa mayoría de los medios de comunicación que sobreviven gracias a las dádivas de un Gobierno que acude en su ayuda cada vez que necesitan fondos públicos con el fin de que convenzan al personal de que Sanchez y los suyos están haciendo todo lo posible para combatir la pandemia. Si alguno le llama a eso chantaje, puede que no le falte razón. Yo sólo digo que el periodismo en el que yo creo debería fundamentarse en la crítica al poder, sea éste el que sea, de izquierdasd, de derechas o mediopensionista, para poder conformar una sociedad libre. Algo que, desde luego, se está echando en falta en estos momentos críticos en los que vivimos. Alguien puede argumentar que no está el tiempo como para peleas, que hay que actuar unidos para vencer al coronavirus, Lleva razón. Hay que remar hacia el mismo lado y nunca se le debe disparar al piloto que conduce. Lo malo surge cuando el piloto en cuestión va directo hacia la montaña y se niega a escuchar a los pasajeros, Es entonces cuando hay que coger los mandos y rectificar el rumbo. Sólo así saldremos indemnes (con veinte o cincuenta mil bajas, claro) de este desastre que casi nadie en el mundo supo ver a tiempo. Sólo cabe esperar que el gran timonel sepa escuchar las voces que le avisan del desastre y cambie la trayectoria. Como no lo haga, y pronto, nos vamos a ir todos al mismísimo carajo. Eso sí, con cara de tontos confitados.