La vida, en su esencia más cruda, es un fenómeno que empieza desde el azar. No escogemos nacer, no seleccionamos nuestras circunstancias iniciales, ni determinamos el entorno en el que creceremos. Desde el momento en que aparecemos en el mundo, sin haber dado nuestro consentimiento para existir, comenzamos a percibir que la libertad, tal como la idealizamos, es un concepto esquivo. Nuestra existencia está condicionada por factores que no controlamos: el lugar de nacimiento, la cultura que nos rodea y las creencias colectivas de nuestra sociedad.
Existir, por lo tanto, es un hecho fortuito. Nacemos en un tiempo y espacio que no elegimos, inmersos en las dinámicas sociales, políticas y culturales que nos imponen normas, expectativas y creencias. De alguna manera, ser conscientes de esto es el primer paso para diferenciar la mera existencia de lo que significa vivir auténticamente.
Mientras que existir es, por definición, un estado pasivo, vivir requiere una acción deliberada, un esfuerzo continuo por navegar en un mundo que no nos fue diseñado a medida. Este proceso implica tomar decisiones que desafíen las limitaciones que nos impone el contexto en el que nacimos, para intentar alcanzar la mayor libertad posible dentro de esas restricciones.
Vivir implica encontrar nuestro propio sentido de propósito y significado, algo que va más allá de las expectativas impuestas por la sociedad. Requiere cuestionar y desafiar la narrativa dominante, preguntándonos si las reglas que seguimos son realmente nuestras, o si son simplemente parte de un guion preestablecido por las estructuras de poder y control.
Desde el momento en que nacemos, somos moldeados por la cultura y la historia del lugar en el que crecemos. Sin importar quiénes seamos, siempre habrá una narrativa que nos defina como parte de un grupo y nos diferencie de aquellos que nacen en otros lugares. El azar de la geografía, que decide nuestro lugar de nacimiento, nos asigna automáticamente un conjunto de creencias, tradiciones y valores que influyen en nuestra percepción del mundo y de nosotros mismos.
Este condicionamiento cultural tiene un doble filo. Por un lado, nos proporciona una identidad colectiva, un sentido de pertenencia que puede ser reconfortante. Pero, por otro lado, también puede limitarnos al crear una visión estrecha del mundo, haciéndonos pensar que sólo existen las opciones y caminos que nuestra cultura nos ofrece. En muchos casos, estas narrativas culturales pueden ser utilizadas para perpetuar divisiones, creando una percepción de “nosotros” y “ellos”, donde los que no comparten nuestras creencias o formas de vida son vistos como enemigos o amenazas, incluso desde la infancia.
A lo largo de la historia, la humanidad ha construido estructuras sociales con objeto de lograr la convivencia pacífica y la cooperación entre individuos. Sin embargo, en la actualidad, hemos llegado a un punto en el que muchas de estas estructuras parecen haberse vuelto insostenibles, tanto a nivel humano como ecológico. Vivimos en sociedades que, a pesar de su sofisticación tecnológica y sus avances científicos, se encuentran profundamente fragmentadas y alienadas.
Parte del problema radica en los relatos de ficción que hemos creado para justificar y perpetuar ciertos sistemas de poder. Estas narrativas, aunque ficticias, han tenido un impacto real en la manera en que organizamos nuestras vidas y en cómo entendemos el mundo. La creación de seres mágicos, vengativos e iracundos, presentes en muchas mitologías y religiones, refleja un intento de la humanidad por dar sentido a su existencia en un universo caótico y a menudo hostil. Sin embargo, estas mismas historias también han sido utilizadas para justificar divisiones y conflictos, perpetuando un modelo de socialización basado más en la emoción y la irracionalidad que en la razón y la cooperación.
Vivir en un mundo tan condicionado no es una tarea sencilla. Implica reconocer las narrativas que nos rodean, despojarnos de las máscaras que nos impone la sociedad, y descubrir quiénes somos realmente fuera de esas influencias externas. Es un proceso de introspección y de autodescubrimiento que requiere valentía, ya que implica ir en contra de las expectativas y normas que hemos internalizado desde el nacimiento.
Este esfuerzo por vivir, en lugar de simplemente existir, también conlleva un compromiso con la libertad, no solo en el sentido de libertad de elección, sino en el sentido de libertad cognitiva: la capacidad de ser fiel a uno mismo, de actuar en consonancia con nuestros valores y creencias más profundos, aunque estos puedan contradecir lo que el mundo espera de nosotros.
Una de las herramientas más poderosas con las que cuenta la humanidad para moldear la realidad es la narrativa. Las historias que contamos sobre nosotros mismos, sobre nuestra sociedad y sobre el mundo tienen un impacto profundo en cómo interpretamos nuestra existencia. A lo largo de la historia, las civilizaciones han recurrido a mitos y relatos para dar sentido a lo inexplicable, pero también para consolidar el poder y el control sobre las masas.
Hoy en día, los relatos de ficción ya no están limitados a los mitos religiosos o a las antiguas leyendas. Están presentes en cada aspecto de nuestra vida, desde los medios de comunicación hasta la política, pasando por la publicidad y el entretenimiento. La narrativa dominante en nuestra sociedad actual es una mezcla de materialismo, consumismo y competencia, donde el valor de una persona se mide por su éxito financiero o por su capacidad para seguir las normas del sistema.
Desafiar estas narrativas no es fácil, porque están profundamente arraigadas en nuestras mentes y en nuestras instituciones. Sin embargo, si aspiramos a vivir auténticamente, es fundamental cuestionarlas. ¿Por qué aceptamos ciertas creencias sin interrogarlas? ¿Por qué seguimos reglas que a menudo no nos benefician ni nos hacen más felices? Estas son preguntas esenciales para quienes buscan algo más que la mera existencia.
Si bien las narrativas actuales nos han llevado a sociedades insostenibles y alienadas, esto no significa que no haya alternativas. A lo largo de la historia, ha habido esfuerzos por construir modelos de convivencia más racionales, basados en la cooperación y el entendimiento mutuo en lugar de la competencia y el conflicto. Estas visiones utópicas de la sociedad no son imposibles de alcanzar, pero requieren un cambio fundamental en la manera en que nos relacionamos con nosotros mismos, con los demás y con el mundo que nos rodea.
La racionalidad, entendida como la capacidad de pensar de manera crítica y lógica, puede ser una herramienta poderosa para desafiar las narrativas dominantes y construir nuevas formas de convivencia. Sin embargo, esta racionalidad debe ir acompañada de la empatía y el respeto por los demás, reconociendo que, aunque todos existimos de manera fortuita en un mundo lleno de desigualdades, todos compartimos la misma humanidad.
En última instancia, la diferencia entre existir y vivir radica en nuestra capacidad para elegir conscientemente cómo queremos experimentar nuestra vida. Existir es simplemente estar, flotar en el flujo del tiempo y del espacio sin un sentido claro de propósito o dirección. Vivir, en cambio, implica tomar el control de nuestra narrativa, cuestionar las reglas impuestas y buscar un sentido personal que nos permita sentirnos plenos, incluso en un mundo que no siempre nos brinda las condiciones ideales para hacerlo.
Vivir requiere esfuerzo que merece la pena porque nos permite trascender la mera supervivencia y nos da la oportunidad de crear una vida con algo más de significado, una vida que sea realmente nuestra. En ese proceso, podemos descubrir la libertad interior que, aunque limitada por las circunstancias externas, es la verdadera clave para vivir plenamente.