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Abuelos

Coraje le he cogido a Job porque también debió pertenecer al gremio de los abuelos ridículos: solo visionarios de las virtudes de sus nietos.

 

Paseábamos por la Alameda de Hércules. Su basamento de color albero torna sin pausas a un indefinido grisáceo, lejos de aquel romántico paseo, envidia de propios y foráneos. Hoy, entre tumbitos para sortear lo imaginado  ─más serpenteantes trayectorias para evitar el embiste de alocadas bicicletas, patinetes con afanes volanderos o la llegada imprevista de algún perro, perrote o perrito para olerte sin permiso—, divisamos a un viejo y querido matrimonio amigo.

Mi mujer y yo nos miramos con la complicidad proporcionada por los años. Nos temíamos lo peor. Y, efectivamente, los malos augurios llegaron. Otra vez nos acordamos  del santo Job. Otra vez cuando le preguntamos por sus nietecitas nos largó el abuelo, como si nunca lo hubiese comentado, las excelencias de sus niñas. «¿Sabes? Mi nieta, la mayor, acabados de cumplir tres añitos, habla correctamente dos idiomas: el castellano y el inglés. Hace unos días estuvo en Canadá con sus padres y una señora les preguntó si era nativa. El próximo año irá al colegio Alemán para aprender el idioma y terminará dominando los tres, seguro. Otra vez nos largó las excelencias de la mamá de su nieta: «Papá, me encerraré los tres meses de verano en mi cuarto, pondré la radio y la televisión con emisoras inglesas y te lo aseguro: saldré hablando el idioma de Shekespeare». Nos contó los numerosos países visitados por su yerno, eminencia en el campo de la oftalmología, tan emparentado con el de la filosofía (sic).

Entre el poroso suelo —receptor de manchas, tan feo—, más la cansina cantinela abrumadora de grandezas donde la jactancia reina, nuestros ojos miraban a la búsqueda de un álamo sano. Una de las veces, aturdido o desesperado, me pareció ver el rostro de Job tras una nube diciéndome: «Hijo, bien sabes lo difícil de alcanzar la resignación, acepta el envite, debes comprender a los abuelos: son así, repetitivos, ciegos de amor por sus nietecitos».

«Mira —le dije—, desmemoriado ¿no te acuerdas? desde hace siete años también nosotros lo somos». Quizá no oyese mis palabras porque otra nube más grande comenzó a ocultar a la anterior. Tal vez lo enojaría al dudar de la sabiduría santificada, pero en mi fase delirante escuché una bronca voz:  «Pero ustedes sois unos abuelos extraños y unos padres igual de raros, aquí hemos comentado vuestra eclética actitud».

«Lola, hija, —le dije a mi mujer— debemos cambiar, ¿te has enterado de las palabras de Job? Tanta prudencia educativa con los nuestros, tanta delicadeza para ganarnos una riña. ¿Nos habrá contagiado el mal fario de la Alameda …? ».

A la mañana siguiente dijo mi mujer: «He dormido mal. Tengo un propósito: ante la primera amistad le voy a decir las cualidades de mis nietos: « Uno, el mayor, está en un polideportivo y asegura su entrenador, amigo personal de Guardiola, su posible ingreso en los juveniles del Barcelona porque juega como un Messi; de mi nieta diré no solo todo lo cariñosa, sino sus cualidades como nadadora y el pequeño ¡qué decir del pequeño! pues un modelo para el genial Bartolomé Esteban Murillo. Además, haré como tantos otros, no preguntar por los nietos de los demás, ¡estoy harta…!».

Lo confieso. Coraje le he cogido a Job porque también debió pertenecer al gremio de los abuelos ridículos: solo visionarios de las virtudes de sus nietos. Aunque, quizá, ocurra algo más simple: una variante del egoísmo universal.