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Sánchez Ferlosio, un genio

«En el colegio reinaba un durísimo régimen disciplinario, casi militarizado. El padre José María La Cruz, prefecto, ejercía la autoridad con fiereza, manteniéndonos atemorizados."

 

 Un querido amigo ─fallecido  recientemente─, estudió con don Rafael Sánchez Ferlosio en el colegio de los Jesuitas en Villafranca de los Barros hacia 1942.  Hablamos en ocasiones del escritor y me mandó por escrito anécdotas. De haber vivido, estoy seguro de haber rescatado en estos días más recuerdos del insigne escritor, o de agradecerme estos, pero ante la inseguridad del beneplácito familiar por descubrirle en estas líneas, prefiero ocultar su nombre, desde el afecto y la admiración.

«En el colegio reinaba un durísimo régimen disciplinario, casi militarizado. El padre José María La Cruz, prefecto, ejercía la autoridad con fiereza, manteniéndonos atemorizados. El castigo más temido era el de permanecer de rodillas con los brazos extendidos en cruz en la puerta de su cuarto y con el bochorno de estar a la vista de la doble fila de alumnos por ser un pasillo frecuentado. La ducha ni se conocía y un somero lavoteo de cara en la desconchada palangana era toda la higiene posible. Recuerdo cómo escanciaba el agua y me sacudía la pelambrera en su superficie. El líquido se ponía negro de la lluvia de piojos del tamaño de una garrapata, observándolos con cierto regocijo.

Rafael estudiaba en la misma aula de mi hermano mayor y sus pupitres eran contiguos. En setiembre de 1961 tuve ocasión de leer El Jarama y quedé conmocionado. Escribí a Rafael para intentar explicarle mi calurosa admiración por tamaña acta notarial sobre la mentalidad, vida y milagros de la clase media madrileña al principio de los cincuenta, y en particular por la maravillosa conversación dominguera de dos matronas mientras merendaban en una venta cercana al río en torno a cuál de las dos máquinas de coser era mejor, si la Singer o la Alfa. ¡Oh! Santo Tomás de Aquino debió de haberla incluido en la Summa Teológica. Rafael no se dignó contestar. Luego me enteré de su malestar por las buenas críticas a su ópera prima.

 

El escritor me avisa de su llegada a Sevilla y de la posibilidad de vernos. En la víspera lo cité en el Bar Colón, pero casualmente una pareja amiga de Madrid me avisa de su llegada.

 

Me vi obligado a cenar con el Premio Nadal y con los de la Villa y Corte, juntos y revueltos. Dios proveería… Apareció Rafael con atuendo y aspecto un pelín descuidado en compañía de un bienamado sobrino adolescente, posiblemente hijo de Javier Pradera, columnista de El País, casado con una Sánchez Ferlosio. El novelista arrastraba fama de solitario, poco sociable y lacónico. Solo se encontraba a gusto con sus temas preferidos (en particular con los relacionados con la lingüística y los de las tierras comunales en los municipios andaluces). Por su parte, la madrileña era una marquesa guapísima, rubia y con preciosos ojos verdes, elegante y simpática a tope; y su marido un ingeniero encantador. No eran intelectuales ni adictos a la cultura académica. Rafael, taciturno y siempre inmerso en un mar de libros.  Y todos algo condenados a  conversar por las circunstancias hasta el amanecer.

Pues allí templé gaitas rociando gargantas con hectolitros de vinarro, sacando a la palestra temas de interés general, mientras atizaba la charla con el soplillo del humor. Salimos con agujetas abdominales de tanto reír. Loado sea el Señor.

La señora Ferlosio era de refinado espíritu e ingeniosa conversación. Cuando hacia 1966 murió don Rafael (padre) los Sánchez heredaron una finca de mil hectáreas en Coria (Cáceres). En su novela Las semanas del jardín (1974), Rafael recreó un personaje femenino, doña María Luisa, gracias a la cual tuve alguna charla con Carmiña Martín Gaite, esposa de Rafael cuando este vagabundo mental dejó atrás la Giralda. Una Nochevieja ─debió ser la de 1981─ Llardent y su esposa tuvieron la deferencia de invitarme a su piso de la calle Guatemala, 1, allá en la plaza del Perú de Madrid para compartir velada con varias potencias intelectuales: el creador de Afanhui; Eduardo Casado;  el electrizante Víctor Sánchez de Zabala, muy amigo de Rafael; y Eugenio Gallego, contertulio del latinista Agustín García Calvo. Nunca he asistido a tan abrumadora esgrima mental. El fin de año me vino al pelo como terapia de modestia.

Transcurrió otra breve eternidad sin trato con Rafael, y hacia 2004, de vuelta de unas vacaciones tiré por la carretera de Extremadura con el temerario programa de pescar a Rafael en la casona El Palacio, finca de los Sánchez en el rincón de una hermosa plaza en Coria (Cáceres), territorio comanche del esquivo Rafael. Alguien pasaba por allí y nos dijo la avanzada construcción de una pequeña vivienda, nuevo lugar de residencia de Rafael. Llamamos al timbre y bajó Demetria, su cuidadosa compañera, entregándole unos documentos de posible interés. Le pedimos cinco minutos para saludar a Ferlosio, pero vuelve compungida porque salió para comprar la prensa. Nos cuenta su aquella otra escapada cuando estaba interno en los jesuitas, barbaridad sacrosanta en aquellos tiempos. El rector montó en cólera y denunció el hecho a su padre, entonces ministro de la Falange con la esperanza de una colosal reprimenda. Pero el todopoderoso mandamás le comunicó al rector: «Mire usted, si mi hijo se ha escapado de Villafranca, es porque el colegio es muy malo, y entonces Rafaelito ha hecho bien. Buenos días».

 

Igual me pasó: cuando leí El Jarama quedé impactado. Una persona capaz de escribir como él no podía estar encuadrado en los preceptos de las normas sociales.

 

Semejantes rupturistas, cada cual con sus particularidades, abundan en el arte y siguen reproducidos donde el resto de los vivientes solo podemos sentir envidias saludables. Ferlosio era un caminante solitario entre una multitud en equilibrios inestables sobre los límites de una superficie mal llamada realidad. Porque algunos todavía no se han enterado de la dificultad del buen escritor para aceptarse a sí mismo en sus obras. Escribir consiste en cosechar fracasos, esperanzados en la victoria, muchas veces póstuma.El Jarama se le escapó a don Rafael por caminos imprevistos. Tamaña rebeldía nunca se la perdonó el genial escritor. En su travesía vital tuvo naufragios: la muerte de dos hijos, sin ánimo para orientar la proa y romper olas. Descanse en paz.