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Sevilla, apagón cultural

"En Sevilla yo soy el padre de Quino", comentaba. Quino -Joaquín Sierra- era su hijo, famoso jugador del Betis.

 

«¿Vive aún Juan Sierra?», preguntó Borges en una de sus visitas a Sevilla en tiempos de la Menéndez Pelayo. «Es el mejor escritor de esta ciudad», añadió para perplejidad de sus contertulios. ¿Quién era Juan Sierra? La ciudad le había olvidado. «En Sevilla yo soy el padre de Quino», comentaba. Quino -Joaquín Sierra- era su hijo, famoso jugador del Betis. Un locutor de radio retransmitiendo un partido de futbol en el que Quino marcó un gol, comentó ante el micrófono: “ha marcado Quino, hijo del llorado poeta Juan Sierra”, pero el caso es que el poeta estaba vivo. Seguramente para el materialista comentarista deportivo un poeta, aunque estuviera coleando, debía ser llorado por haber elegido tan extravagante actividad. Rafael Montesinos decía que Sevilla trataba mal a sus poetas. Hasta que en sus últimos momentos de existencia lo visitó el alcalde Alfredo Sánchez Monteseirín y Rafael exclamó: “Por fin Sevilla ha venido a mí.”

Sevilla siempre anduvo algo malquista con sus poetas. Luis Cernuda salió de la ciudad porque lo asfixiaba, Antonio Machado decía cosas gruesas de sus paisanos, Ciudad y poesía: en ambos casos se trata de crear ámbitos de convivencia, espacios identitarios habitables donde la ciudad se nos presenta con rostro humano, como la Sevilla de Alfredo Sánchez  Monteseirín: la ciudad de las personas, se trataba de la visión poética de la ciudad, ese entresijo notable del paisaje urbano que un escritor andaluz definía como la sensación de que en un jardín o en una plaza pareciera que nos está esperando alguien que nos ama. El ser humano, busca respuestas que enriquezcan el vínculo entre su entorno y su mundo interior. Es más, el fortalecimiento espiritual de ese mundo interior es hoy una necesidad: es la utopía indefectible. De la ciudad se espera una respuesta, porque la ciudad es el lugar de la acción colectiva, del cambio visible, del horizonte próximo.

Desde que el magnífico poeta Juan Carlos Marset abandonó la delegación de cultura del ayuntamiento de Sevilla, la ciudad ha zozobrado de nuevo en la inanidad errática en el ámbito de la necesaria espiritualidad cultural. El alcalde derechista de Sevilla se ha propuesto, como ápice ideológico de su gestión, destruir la rica agenda cultural de la ciudad hispalense. Ha arremetido contra todo lo que suponga acercamiento ilustrado a los ciudadanos mediante políticas activas en el contexto artístico o literario. El primer edil, seguramente, sabe como Milan Kundera que la cultura es la memoria del pueblo, la conciencia colectiva de la continuidad histórica, el modo de pensar y de vivir, y le pueda el miedo a la libertad… de los demás. José Luis Sanz ha intentado demoler el magma que constituía la rica cotidianidad cultural de la ciudad. Es la vertebración de la ciudad como renuncia y apelación a lo superfluo como las virtudes del machadiano don Guido, maestro es refrescar manzanilla y devoto de la sangre de los toros y el humo de los altares. Sevilla retrocede sin que la mayoría de los sevillanos vean sus intereses reflejados en la gestión de la corporación derechista.

Cuando la ciudad deja de ser un símbolo de arte y de orden actúa en forma negativa. La confección del plan de la ciudad implica la tarea más vasta de reconstruir nuestra civilización. Las urbes son el lugar idóneo para desplegar las políticas culturales ya que es donde se producen la mayoría de las interacciones humanas. Porque, además de ser un mecanismo eficaz de crecimiento personal, la cultura contribuye al desarrollo de una comunidad, creando sociedades más abiertas y cohesionadas. Como dijo Lewis Mumford, la principal función de la ciudad es la de transformar el poder en forma, la energía en cultura, la materia inerte en símbolos vivos del arte, la reproducción biológica en creatividad social.