The news is by your side.

Sarna con gusto

La banalización mediática de la política es algo que ya habíamos permitido que ocurriese hace años, aunque ahora nos duela reconocerlo

Daniel Gutiérrez Marín / Opinión.- La campaña electoral se pone interesante por momentos. Después de los mamporros que Pedro el guapo recibió en el debate a cuatro de Atresmedia, nada parece estar claro excepto la realidad constatada de que asistimos al mayor espectáculo que jamás hayamos podido observar.

El dictador que acaudilló este país durante cuarenta años, y que murió en la cama, decía que la democracia liberal era un invento del demonio y que los partidos políticos propiciaban la desintegración nacional. Ahora que nos enfrentamos a la que ha sido llamada, por propios y extraños, «segunda transición», no se sabe demasiado bien hacia dónde transitamos o si ya empezó la tan temida desintegración. En la primera ocasión tenían meridianamente claro de dónde se partía y hacia dónde se pretendía llegar. Peor que bien, algo lograron.

Sin embargo, este viejo bipartidismo imperfecto, desgastado, corrupto, asentado en las taifas autonómicas, esta partitocracia en pestilente descomposición, todo ello se antoja consecuencia de la actitud despreocupada y pasiva que los ciudadanos han adoptado frente a los asuntos de comer. Porque la política afecta al precio del pan.

[blockquote style=»1″]Somos los ciudadanos quienes hemos consentido la mediatización de la política porque la profundidad que requiere su comprensión es áspera frente la banalidad de los reality shows. [/blockquote]

Los candidatos compiten por el voto a base de horas de pantalla –porque saben que un alto porcentaje de las elecciones se ganan en la arena mediática– aunque para ello tengan que sacrificar el «programa, programa, programa». Dicen por ahí que Pablo Iglesias se alzó con la victoria del debate y tampoco es extraño: de los cuatro candidatos, era quien estaba más acostumbrado a la creación de mensajes mediáticos. ¿Recuerdan el debate Kennedy-Nixon? Pues una cosa parecida, salvando las distancias. Son muchas horas en La Sexta, en La Tuerka y en HispanTV.

No se trata de que la política se haya convertido en un espectáculo. Eso ya ocurrió mucho antes aunque no tengamos memoria ni redaños para reconocerlo. El nacimiento de formatos televisivos dedicados a ironizar y banalizar a nuestros representantes tuvo sus antecedentes en la sátira política del siglo XIX, desde que Isabel II fuese retratada como la meretriz real. Porque, en realidad, los españoles nunca hemos sido de tomarnos la política demasiado en serio.

Se trata de llegar más allá en la participación política, de que los ciudadanos se involucren, de ser exigentes o de decir basta. De hacer algo más que dejar nuestra suerte en manos de los primeros adanistas que dicen tener la solución en sus manos y que la política para el pueblo comienza con ellos.

Sorprende, sin duda, que ahora vengan unos a alabar las formas de la «nueva política», con sus mítines monólogos, sus actuaciones, sus canciones, y otros se hagan los escandalizados ante el repertorio que usan los candidatos para la comunicación de sus mensajes.

El referido debate fue el programa más consumido en lo que va de año, por lo que culpar a los políticos de que nos traten como público en lugar de considerarnos pueblo supone adoptar una actitud demasiado pueril. Sarna, con gusto, no pica. Somos los ciudadanos quienes hemos consentido la mediatización de la política, porque la profundidad que requiere su comprensión es áspera frente la banalidad de los reality shows. ¿No se han dado cuenta de que en España todo se cuenta en formato de entretenimiento? Informativos anecdóticos, debates televisivos rebajados a la condición de barra de bar, reportajes anodinos y sensacionalistas.

[blockquote style=»1″]Rajoy permanece impasible, haciendo «vieja política». Escondido detrás del plasma de los hogares de jubilados, visitando pueblos, dándose el clásico baño de multitudes y sin hacer demasiado ruido. [/blockquote]

Mientras todos se han montado en ese carro de espectáculo interminable, Rajoy permanece impasible, haciendo «vieja política». Escondido detrás del plasma de los hogares de jubilados, visitando pueblos, dándose el clásico baño de multitudes y sin hacer demasiado ruido. Han olvidado los recién aterrizados en esta campaña catódica que España, muy a pesar de todo, es un país de costumbres.

De ideas carpetovetónicas. Apegado a un atavismo que nos corre por las venas. Está bien recordarlo como una mera constatación de la realidad para que nuestros políticos no olviden el principio de homofilia social y se pregunten, si lo desean, cuánto se parecen sus actitudes durante la campaña a la del resto de los españoles. ¿O somos nosotros los que nos tenemos que parecer a ellos?