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Viejos y nuevos ricos

El nuevo rico necesita situarse en una vanidosa tribuna para provocar la envidia de los demás.

 

Existen diferencias entre el rico dinástico y el rico reciente. El primero, acostumbrado a lujosos placeres incluidos los culinarios, disfruta llamativamente cuando la ocasión le presenta un cocido de garbanzos en una destartalada venta. «¡Oh, oh, placer de dioses este cuchareo…Por favor, jefe, póngame otro plato!». La frase, escuchada por mí en varias ocasiones, resalta al observarlos aparcar un coche de cuatro aritos entrelazados.

Es más, los amantes de lo sencillo, suelen llevar un reglamentario pantalón vaquero y una camisa proletaria, hartos de ropas de diseño londinense y zapatos italianos. Nada extraña la posesión de los tales de un título nobiliario y habitar en palacetes de alcurnia. Aunque tal vez dichas actitudes respondan a la rebeldía humana por romper con las rutinas impuestas para actuar en el falso teatro del mundo.

Uno, situado en los albores de la casi desaparecida clase media sufridora ─poca relación tuve y quise con personas de abolengo─ a lo más los deberes de cortesía propios de mi profesión y educación recibida. Pero, al coincidir en el mismo itinerario, un vizconde amigo de mi padre me invitó en repetidas ocasiones a llevarme al trabajo en un ‘dos caballos’, vehículo muy usado por el aristócrata. «Conduce usted muy poco el Studebaker  champion, ¿acaso no le agrada?». Entre bocanadas de humo de su pipa me dijo: «Por supuesto, pero resulta ostentoso, lo tengo para llevar a mi mujer. Esta tartana es formidable  para el trajín diario».

 

Un vizconde amigo de mi padre me invitó en repetidas ocasiones a llevarme al trabajo en un ‘dos caballos’, vehículo muy usado por el aristócrata.

 

Sin embargo, el nuevo rico necesita situarse en una vanidosa tribuna para provocar la envidia de los demás. Sin estampar sus riquezas en las frentes del prójimo poco disfruta: es rico para envidia de los demás. Anillos, reloj y cadena de oro, aparatosos abalorios inherentes al complejo. «Oiga, quiero el mejor coche, me da igual el precio, la marca, potencia o consumo, el más grande y con todos los extras, o sea, un ‘haiga’». Naturalmente, todo dicho en alta voz para atraer las miradas. Lo palabra ‘haiga’ quedó, precisamente acuñada por los nuevos ricachones, paletos integrales: «Deme el mejor coche que haiga».

Si el del ‘haiga’ consiguió sus dineros, supuestamente, gracias a la astucia callejera, mucho temo lleguemos a encuadrar a nuestro presidente del Gobierno como un nuevo rico al disponer por decreto interno de costosos medios exclusivos. Como su conquista del poder la hizo a costa de gastar neumáticos, tal vez hastiado del asfalto lo impulse a volar y ya haya agotado el presupuesto para dichos menesteres. ¡Esperpéntico utilizar un helicóptero para ir de Madrid a Valladolid!, teniendo espectaculares coches blindados y sobradas escoltas. Temblequeo cuando constato dislates tras dislates porque picotazos y picotazos contributivos pagaremos los de siempre. Le rogaría guardase en una hucha sus sobrantes para la compra de un avión, aunque fuese de segunda mano, cuando deje de ser presidente,

 

«Oiga, quiero el mejor coche, me da igual el precio, la marca, potencia o consumo, el más grande y con todos los extras, o sea, un ‘haiga’».

 

La grandeza se demuestra tomándose unas pastillistas de socialismo purificado en un sobrio desayuno. Ahí estuvo el canciller Adenauer, viviendo en un piso alquilado en Bonn, antigua capital de Alemania. Ahí la vida de Pablo Iglesias Posse (subrayo el segundo apellido para marcar diferencias), entregada al mundo obrero con sobria actitud.

Para algo debería servir el ejemplo de los fundadores, vamos, digo yo. Porque si lo olvidamos y nos contagiamos del consumo y el lujo también deberíamos callar aquello de, y por ejemplo: «El socialismo… ¡cien años de honradez!». El hombre de izquierda, aquel compasivo y sensible al dolor ajeno e inclinado a ayudar a los necesitados, sabía de las debilidades democráticas. A la postre, la organización del mundo es una consecuencia del buen ejemplo y el público del coliseo patrio lo forman muchos jóvenes entre quince y treinta años sin estudios ni trabajo, pero suelen votar.